Page 7 - La iglesia
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                    —¿Está muy cabreado conmigo? —quiso saber el padre Ernesto.
                    —No lo sé, pero puedo darte la extremaunción, por si acaso.
                    Subieron juntos al segundo piso, donde se ubicaba el despacho del obispo.
               Lo hicieron despacio, tomándoselo con calma.
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                    —¿Te han molestado mucho los medios? —se interesó Rial.
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                    —Un auténtico asedio —resopló Ernesto—. Me es imposible andar por la
               calle sin que me asalten los periodistas. Llevo una fortuna gastada en taxis.
               Una pesadilla.
                    —Hace tan solo diez años esto no habría tenido la menor importancia…

                    —¡Oh tempora, oh mores!
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                    —Marco  Tulio  Cicerón  —rememoró  Rial—.  ¡Qué  poco  te  gustaba  el
               latín!
                    —Por  eso  me  licencié  en  matemáticas.  Los  números  no  tienen

               declinaciones.
                    Llegaron a la puerta del despacho del obispo. El padre Rial le hizo una
               seña para que esperara.
                    —Voy a ver si puede recibirte ahora, ¿le conoces en persona?

                    —Le he visto en un par de ocasiones, pero nunca he cruzado una palabra
               con él.
                    —Es un buen hombre —le tranquilizó Rial, guiñándole un ojo y abriendo
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               la  vieja  puerta  de  madera  labrada—,  mucho  más  sencillo  que  el  que  nos
               ordenó a nosotros, que imponía más que Torquemada. Espera aquí, no salgas
               corriendo.
                    El  padre  Ernesto  esperó  en  el  pasillo  con  el  corazón  latiéndole  más
               deprisa de lo normal. La compañía de su amigo le había tranquilizado, pero

               ahora  que  se  encontraba  solo  otra  vez  el  motor  había  vuelto  a  subir  de
               revoluciones.  Una  puerta  cercana  se  abrió  de  sopetón,  vomitando  a  un
               cincuentón de hocico pajaril que le examinó durante unos segundos, emitió
               una  especie  de  graznido  que  pretendía  ser  un  saludo  y  desapareció  por  el

               corredor  como  el  conejo  de  Alicia.  «Me  ha  reconocido»,  pensó  Ernesto,
               resignado.  Por  mucho  que  lo  intentara,  le  era  imposible  evitar  la  asfixia
               paranoide que le perseguía desde que su rostro saltó, muy a su pesar, a los
               medios de comunicación.

                    La  puerta  del  despacho  del  obispo  se  entreabrió,  mostrando  el  rostro
               regordete del padre Rial.
                    —Pasa —le instó, hablando tan bajito que era una hazaña entenderle⁠—.
               Tienes suerte, está de un humor excelente. —⁠Estudió la indumentaria seglar







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