Page 10 - La iglesia
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Monseñor Velázquez de Haro dejó su taza sobre la mesa y se dirigió a
Ernesto:
—Vivimos tiempos locos. ¿Hizo usted bien en darle una lección a ese
chico? Hace quince o veinte años aquí no habría pasado nada. Por desgracia,
hoy, usted se ha convertido en un maltratador de menores para la opinión
pública, aunque ese Juan Carlos Sánchez sea más alto y más corpulento que
usted. Para la justicia, él es un menor al que usted agredió: según el parte de
lesiones, una bofetada, un puñetazo en el pómulo y una patada en el tórax.
—La primera bofetada se me escapó —reconoció el padre Ernesto—.
Juan Carlos se me echó encima, paré su primer golpe y respondí con el
puñetazo. La patada fue un acto reflejo: volvió a la carga y me defendí. En ese
momento no pensé, actué.
El obispo abandonó su asiento y empezó a pasear por el despacho. Ernesto
intuyó que estaba a punto de cortar el único pelo de caballo que sostenía la
espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Tras una pausa que pareció
eterna, monseñor Velázquez de Haro retomó la palabra:
—La Iglesia no atraviesa su mejor momento, Ernesto. La juventud cree
cada vez menos en nosotros, muchos nos ven como una institución obsoleta y
fascistoide y, desde hace años, estamos en el punto de mira de la opinión
pública. Si el protagonista de este lamentable suceso hubiera sido un profesor
seglar, su foto no saldría cada dos por tres en los medios. Su error, padre
Ernesto, lo está pagando la Iglesia en general.
—Lo sé, monseñor. No sabe cuánto me arrepiento de no haber puesto la
otra mejilla…
El obispo le interrumpió con un gesto.
—Jesús echó a los mercaderes del templo a latigazos, no lo olvide. Como
hombre, incluso como ministro de Dios, apruebo lo que hizo, créame. Pero
por desgracia, me veo obligado a tomar medidas.
—Estoy dispuesto a afrontar el castigo.
—¿Castigarle? No pienso castigarle. —Ernesto no pudo evitar abrir la
boca en un gesto de sorpresa; lo último que esperaba era irse tan solo con una
reprimenda—. De hecho, tal vez Dios haya dispuesto todo este circo porque
tiene para usted una misión distinta, una incluso más bella que instruir al
prójimo.
El sacerdote palideció: de todos los castigos que había imaginado ese era,
precisamente, el peor.
—¿Me está diciendo que me retiran de la enseñanza?
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