Page 11 - La iglesia
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—Solo por uno o dos años, como mucho tres, hasta que este revuelo se
olvide del todo.
—Pero… Dar clases es lo que más me gusta. Es mi vida…
El obispo le mandó callar con un gesto tan amable como firme.
—Lo sé, pero hemos llegado a un acuerdo con los padres de Juan Carlos:
retirarán la denuncia si usted abandona el centro y deja la enseñanza. Dentro
de una semana nadie se acordará de esto, y dentro de dos o tres años usted
podrá volver a dar sus clases de matemáticas. Pero a día de hoy, lo mejor para
todos es que su sacerdocio tome otra dirección.
Ernesto dio un sorbo tembloroso a su café. Estaba tan frío como su alma.
El obispo se sentó a su lado.
—¿Conoce Ceuta?
—No, no he estado nunca.
—La Asamblea de la Ciudad Autónoma ha decidido rehabilitar una
iglesia que lleva años cerrada, la Iglesia de San Jorge, y nos ha pedido
hacernos cargo de ella. —Monseñor Velázquez de Haro le obsequió con su
mejor sonrisa—. Usted será el párroco de esa iglesia.
Ernesto dejó la taza vacía sobre la mesa de la Pepa. Su lado más optimista
trató de animarle: podría haber sido peor. Dos o tres años pasan rápido.
Además, no tenía otra opción. Su voto de obediencia le obligaba, así que
decidió afrontar su nuevo destino con amable resignación.
—Monseñor, agradezco su benevolencia. Espero dar lo mejor de mí.
El obispo se le acercó con aire conspirador.
—Ahora que nadie nos oye, ¿le dio fuerte a ese niñato?
Ernesto le miró de reojo; las cejas alzadas le daban al prelado un aire
mefistofélico.
—Bastante fuerte —reconoció, tras titubear un poco.
—Me alegro. —Monseñor Velázquez de Haro lo celebró con un gesto y
consultó su reloj—. Me gustaría seguir charlando con usted, pero tengo otros
compromisos. Dígale al padre Rial que le lleve donde el padre Arenas: él le
dará más detalles sobre su nuevo destino. —El obispo le estrechó la mano,
saltándose el ritual de besar el anillo—. Que Dios le bendiga, Ernesto. Mucha
suerte en Ceuta.
Una vez más, el sacerdote se encontró en el pasillo. A pocos metros,
apoyado en la pared, le esperaba el padre Rial.
—Me mandan a Ceuta, de párroco. Dos o tres años, me ha dicho.
—¡Joder, no te quejes! —exclamó—. Podría haber sido mucho peor. Yo
pensaba que te iban a echar a la calle…
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