Page 84 - Las ciudades de los muertos
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—Pasen al salón para tomar el té.
               El  salón  era  tan  suntuoso  como  austera  la  habitación  principal.  Cortinas  de
           terciopelo, brocados en las paredes, mobiliario recargado; y un servicio de té chino,

           muy decorado, estaba dispuesto en una mesa baja. En una esquina, sobre una percha,
           había un loro africano, de color gris, inmóvil, que murmuró algo ininteligible. Por
           todas  partes  había  hermosos  jarrones,  cajas  y  curiosidades.  Era  evidente  que  el

           negocio de Ahmed era próspero. Nos señaló un lujoso sofá.
               —¿Ha tenido noticias del barón Lees-Gottorp?
               —Un antiguo cliente —expliqué a Henry—. No, no he sabido nada más de él.

           Supongo que ya debe estar de regreso en Alemania.
               —Qué  desgracia  para  Egipto  —estudiaba  atentamente  a  Henry  intentando
           averiguar si sería tan crédulo como el barón—. Era un hombre tan erudito.

               —Y codicioso —no pude evitar añadir.
               —Sí, por supuesto.

               Azzi nos sirvió el té. Me pareció que dedicaba más atenciones a Henry, pero no
           era de extrañar, ya que el potencial cliente era Larrimer, no yo. El americano parecía
           aturdido.
               —¿Cómo era ese barón?

               Ahmed cogió él mismo su té de la bandeja que sostenía el muchacho.
               —Rubio, ojos azules, musculoso… Tipo germano. Un cualificado coleccionista

           de antigüedades.
               —Ya veo —respondió mi cliente, aunque era evidente que no comprendía nada.
               Ahmed se volvió hacia mí.
               —¿Así que no ha tenido noticias del barón?

               Pensé que había captado su indirecta.
               —Desenvolvió  la  momia  mientras  permanecía  todavía  en  Luxor  y  creo  que  se

           sintió muy defraudado, pero optó por no hacer nada.
               —¿Así que no lo ayudó usted mismo en la tarea de desenvolver la momia?
               —No. Me temo que el barón creyó que mis servicios no eran necesarios.
               Ahmed frunció el entrecejo y tomó un sorbo de té.

               —Lamento oír eso. ¿Entonces no tiene ni idea de dónde se encuentra ahora?
               No acababa de entender por qué se mostraba tan preocupado por el barón, aunque

           estaba  convencido  de  que  no  me  lo  iba  a  contar.  A  veces,  la  inclinación  de  los
           musulmanes por las indirectas puede llegar a ser desesperante.
               —Como ya le he dicho, creo que a estas alturas ya debe de estar de regreso a su

           país.
               Algo pareció molestar al loro, que empezó a silbar y a chillar:
               —¡Mektoub! ¡Insh’Allah! ¡Mektoub! ¡Imshi, imshi!

               Airado, agitó sus plumas y enmudeció de nuevo.




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