Page 83 - Las ciudades de los muertos
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—Henry, éste es el barrio cristiano.
               —Sí, lo sé, pero…
               Azzi volvió a aparecer por detrás de las coranas. Poco después de que se fuera, lo

           había oído conversar con alguien. Le sonreí.
               —Azzi, ¿vendrá pronto tu padre?
               —Creo  que  cuando  esté  preparado  el  té.  ¿Han  visto  ustedes  nuestra  exquisita

           colección de antigüedades?
               —Hemos curioseado un poco, sí —me contuve de hacer comentario alguno sobre
           la calidad de las piezas.

               —Lo que en realidad andamos buscando son piezas de plata. Ese par de jarras de
           la entrada son magníficas —intervino Henry.
               —Mi padre se alegrará de saber que os han gustado.

               No habíamos venido a hablar de pequeños negocios.
               —¿Viaja a menudo a Luxor tu padre?

               —Mi padre viaja muy a menudo.
               —¿A Luxor? Me gustaría volver a encontrarme con él allí.
               —Mi padre viaja por todo el país. Viajes de negocios.
               —¿Va al delta a menudo?

               El muchacho ignoró mis malos modales y se volvió hacia Henry.
               —¿Le gustaría observar de cerca las jarras, señor?

               —Sí, por supuesto.
               Abrió una de las ventanas, cogió una de las jarras y se la alargó a Larrimer, que le
           echó una rápida ojeada antes de pasármela a mí. Era pesada, más pesada de lo que
           esperaba, una pieza muy sólida. En la base había grabados tres caracteres árabes.

               —No son las iniciales de tu padre.
               —No, señor —pareció sorprendido de que me hubiese fijado en el detalle—. Las

           hizo mi hermano Dukh, bajo la atenta supervisión de mi padre. Dukh es el aprendiz
           más hábil de El Cairo —sonrió como sonríen los comerciantes.
               —Ya veo.
               En la habitación de al lado silbaba ya la tetera; el muchacho se excusó y se dirigió

           allí.  Casi  al  instante,  se  abrieron  las  cortinas  y  apareció  Ahmed  Abd-er-Rasul,
           sonriendo con efusividad y con las manos extendidas hacia mí.

               —Carter bajá… Qué sorpresa más agradable.
               —Es un placer, Ahmed. Este es mi cliente, el señor Henry Larrimer.
               Ahmed sonrió.

               —¿De los Larrimer de Pittsburgh? Qué gran honor.
               Henry  parecía  en  verdad  halagado  con  la  cortesía  de  Ahmed  y  no  percibió  el
           ligero tono de burla que encubrían sus palabras, o tal vez le agradaban simplemente el

           aspecto y los buenos modales de Ahmed.




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