Page 79 - Las ciudades de los muertos
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contorsionadas, ya que murieron del mismo modo que el hombre del sarcófago. En
           los tres casos, la abertura hecha por el embalsamador a un lado de la cavidad torácica
           era  claramente  visible.  Las  tres  bocas  estaban  abiertas,  en  un  grito  detenido  en  el

           tiempo. Una de ellas tenía la pierna izquierda doblada alrededor de la derecha, en un
           ángulo imposible. Su agonía debió de ser horrorosa. Eran cuerpos de niños: dos niñas
           de quizá seis años de edad y un muchacho de ocho o nueve. La boca de este último

           dibujaba  un  horrible  mueca  de  dolor,  y  los  tres  llevaban  unos  pequeños  halcones
           prendidos  del  cuello.  Las  vendas  de  cada  uno  de  ellos  estaban  apiladas
           cuidadosamente a sus pies.

               Me arrodillé junto a una de ellas, la de una niña, y le toqué la piel. Era como de
           cuero, dura, un trabajo de momificación perfecto. Me quedé mirando durante largo
           rato su rostro y el dolor que también reflejaba.

               —¿Y bien? —Maspero estaba de pie, a mi lado.
               —Es la misma. La que trajo Larrimer era igual que ésta, aunque un poco mayor.

           Tenía el cuerpo tenso, pero, al lado de ésta, parecía relajada, y la expresión del rostro
           era la misma.
               —¿Tenía también el corte del embalsamador en la cavidad torácica?
               —No lo sé. Larrimer destrozó el pecho accidentalmente.

               En la habitación no había nada más que el sarcófago y las tres momias, y parecía
           enorme. Un haz de luz las alumbraba, pero no vi ventanas ni electricidad, con lo que

           no pude averiguar de dónde provenía la luz. Observé a mi alrededor, tampoco había
           luz en el corredor.
               —Deberíais guardarlas en cajas, si no las ratas acabarán con ellas, o los pájaros.
               Caminamos  de  regreso  por  los  oscuros  pasadizos.  Maspero  tropezó  con  una

           pequeña estatua y se torció un tobillo. Cuando llegamos al pie de la escalera, apagó
           los interruptores de las luces del sótano y eché un vistazo a mi alrededor.

               —Con luces, apenas se nota la diferencia.
               La  escalera  es  estrecha  pero  el  techo  es  muy  alto.  Cuando  estábamos  a  medio
           camino, una pareja de pájaros voló por encima de nuestras cabezas hacia el sótano y,
           tras dar una vuelta, volvieron a subir hacia la planta baja. Instintivamente me cubrí

           los ojos al sentir el aleteo de sus alas tan cerca de nosotros.
               —Cálmate,  Howard,  no  están  interesados  en  ti,  ni  en  las  momias.  Se  están

           apareando.




               —¿Hasta dónde tendremos que llegar?

               Había decidido llevar a Henry conmigo, como protección, ante mi visita a Ahmed
           Abd-er-Rasul, prometiéndole compras de objetos preciosos. Entramos temprano en el
           zoco  de  los  plateros,  poco  después  de  que  amaneciera,  y  empezamos  a  buscar  la

           tienda de Ahmed; pero nos fue imposible encontrarla.


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