Page 75 - Las ciudades de los muertos
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nuestros  fondos  para  exploraciones.  Parece  que  el  palacio  del  gobernador  es
           demasiado pequeño para sus deseos.
               —Estoy seguro de que podrás hacerle cambiar de opinión, como de costumbre.

               —Esta vez parece que va en serio —esbozó una amarga sonrisa—. Vosotros, los
           ingleses,  os  esforzáis  por  gobernar  Egipto  como  si  fuera  la  India.  No  intentáis
           comprender la naturaleza de este país, su valor —Maspero siempre se quejaba de lo

           mismo.
               —¿Por  qué  se  me  acusa  de  confraternizar  con  la  clase  gobernante?  Creo  que
           nunca he sido culpable de pecado semejante —intentó no mirarme a la cara, pero yo

           no pude resistirme a continuar—. Lord Cromer no es especialmente conocido por su
           francofilia. Cree que hay demasiados como vosotros en el Servicio.
               Había captado mi indirecta, así que cambió de tema.

               —Cuéntame cómo te va con Henry Larrimer, de los Larrimer de Pittsburgh —me
           ofreció un coñac—. Ya sé que es muy temprano, pero tengo a lord Cromer atravesado

           en la garganta… —empezó a hablar del tema y acabó en una animada diatriba.
               Escuché las quejas de Maspero, medio divertido.
               —Por  supuesto,  no  puedes  sugerir  que  el  gobernador  trabaje  expresamente  en
           contra de los intereses del país.

               Maspero, que en aquel momento estaba oliendo el coñac de su copa, se detuvo y
           me  observó  con  ojos  curiosos.  ¿Estuve  yo  trabajando  para  el  gobierno?  ¿Fui  un

           espía?
               —No, por supuesto que no, pero, Howard, no hay motivo para dejar los tesoros
           de Egipto ocultos bajo tierra.
               —Ahí es donde los egipcios los pusieron —repliqué, irónico.

               Se sentó y continuó hablando con más cautela.
               —Lord Cromer nos acusa a nosotros, los arqueólogos, de no ser más que unos

           ladrones de tumbas.
               —Es su opinión y, por cierto, concuerda con la de los Abd-er-Rasul.
               Se  quedó  rígido.  Aquello  había  sido  injusto  por  mi  parte,  y  también  poco
           inteligente,  ya  que  de  este  modo  acentuaba  más  la  gran  distancia  entre  mí  y  el

           Servicio, cuando lo que necesitaba era todo lo contrario. Maspero tomó un sorbo de
           su copa y, ya relajado, se recostó en su asiento. Luego, de improviso, se echó a reír.

               —Y  lo  somos,  Howard,  todos  somos  ladrones.  Somos  pecadores,  demonios
           enamorados  de  la  muerte,  como  Baudelaire  —sonrió,  aunque  en  realidad  no  creía
           nada de lo que decía.

               Conseguí que mi voz sonara inexpresiva.
               —No  me  incluyas.  Yo  no  soy  más  que  un  guía  bien  pagado.  Mis  días  de
           excavaciones pertenecen al pasado.

               Maspero frunció el entrecejo.




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