Page 72 - Las ciudades de los muertos
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siquiera si él es consciente de lo que busca en realidad, pero me apena pensar que sus
cámaras y galvanómetros son el equivalente al cincel de Smyth.
Aun así, el asunto me importaría poco si pudiera estar seguro de que no me voy a
ver atrapado en sus ilusiones. Aquella noche en el Valle…, entre las drogas y la fuerte
personalidad de Henry, me sentí así y podría jurar que vi moverse al chacal, que vi el
fuego en sus ojos. Sé que no es posible, pero podría jurar que así fue. Sin embargo, sé
que no puedo admitir esto ante Henry y continúo diciendo que durante una
experiencia mística se imaginó un encuentro con una jauría de chacales, que no tiene
que darle tanta importancia, y así sucesivamente. Nunca permitiré que sepa que yo
también me vi atrapado en su sueño, o pesadilla, y debo asegurarme de que nunca
más vuelva a ocurrir.
El Cairo. Esta mañana Henry insistió en que lo llevara a dar una vuelta por la ciudad.
—Quiero verlo todo.
—¿En un día? Es la ciudad más grande de África.
—Todo lo que sea importante. Las mezquitas, la Ciudadela.
—Hay cientos de mezquitas.
—Lo sé. Oí a los almuecines esta madrugada. Pero quiero que me enseñes las
más hermosas —esbozó esa sonrisa tan especial y sus ojos verdes centellearon—. Al
fin y al cabo, eres un guía.
Así que nos fuimos a visitar las mezquitas, una tras otra. La mezquita roja de al-
Ahmar, la mezquita de Muhammad Alí… Y a cada nueva visita, el entusiasmo de
Larrimer iba disminuyendo. En todas las mezquitas recibíamos las hostiles miradas
de los fieles. Durante un rato, Henry pareció, fingió, no darse cuenta, pero al final me
lo preguntó.
—¿Por qué nos miran como si fuésemos ladrones?
—Somos infieles. Para ellos es lo mismo. Los califas solían disfrazar a los
criminales de cristianos antes de colgarlos.
Se quedó embobado ante la mezquita de Kait Bey.
—Es hermosa, la más hermosa de las que hemos visto. Bey debió ser un hombre
maravilloso.
Repliqué, en tono prosaico:
—Hizo torturar y ejecutar al científico de la corte por no conseguir convertir el
plomo en oro.
—¡Oh!
En la de Bab-el-Azab I, le describí con toda profusión de detalle el sacrificio de
los mamelucos. Todavía pueden verse restos de sangre en las paredes después de más
de noventa años. Dejé la mezquita del califa el-Hakim para el final de la visita. Está
fuera de uso desde hace siglos y en la actualidad es una destartalada y melancólica
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