Page 67 - Las ciudades de los muertos
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—Sí, lo conozco bien. Espero que se encuentre bien de salud…
               —No es, pues, el hombre que vendió la momia a su alemán.
               —Lo sé a ciencia cierta. —Ahmed, el padre, debía ya de rondar los setenta años.

           Después  de  su  famoso  hallazgo,  se  le  concedió  un  trabajo  en  el  Servicio  de
           Antigüedades, que desempeñó entre estafa y estafa hasta que le falló la salud. Aún
           entonces, continuó informando detalladamente de los movimientos de los ladrones de

           tumbas…, de otras familias, por supuesto, no de la suya—. Sin embargo, el vendedor
           nos dijo…
               Muhammad había acabado su té, pero mi vaso seguía casi lleno. Mi anfitrión dio

           por tercera vez unas palmadas y el muchacho nos trajo más té, en silencio.
               —No está usted bebiendo.
               Cogí mi vaso, obediente.

               —El vendedor usaba el nombre de la familia —añadí.
               —¿Y qué ocurrió? ¿Es genuina la momia que examinó?

               Se la describí:
               —La momificación es excelente, una de las mejores que he visto.
               Permaneció en silencio un instante.
               —¿Cree que mi familia haría una cosa así? ¿Sabe usted lo que escribió el Profeta

           sobre aquellos que roban el alma de los hombres?
               No tenía ni idea de lo que me estaba contando; podía referirse por lo menos a

           media  docena  de  cosas,  la  más  obvia  de  ellas  me  pareció…,  me  parece…,  muy
           incómoda. Esperé a que continuara hablando, pero el hombre permanecía inmóvil,
           esperando  a  que  yo  respondiera.  Al  cabo  de  unos  instantes,  el  silencio  en  la
           habitación acabó siendo ridículo. Me estrujé el cerebro tratando de decir algo, pero no

           se me ocurría nada.
               —Carter, usted conoce más profundamente Egipto, el Egipto actual, me refiero,

           no  el  antiguo,  que  cualquier  otro  cristiano  que  yo  haya  conocido  jamás.  ¿No
           comprende esto?
               Todavía estaba perdido. Mi desencanto de Europa y mi fascinación por lo antiguo
           son harto conocidos.

               —¿Soy un cristiano, pues?
               —La  religión  humana  es  algo  mucho  más  amplio  que  la  mera  cuestión  de  las

           creencias de cada uno —se echó a reír para demostrarme que no estaba bromeando y
           se acabó el té de un largo sorbo. Prácticamente había terminado conmigo.
               Sin embargo, decidí tomar la iniciativa por una vez.

               —¿Cree  en  realidad  que  la  mente  musulmana  es  esencialmente  diferente  de  la
           mente cristiana?
               —Mente, carácter, llámelo como quiera. Alma, tal vez. ¿Cree usted en el alma,

           Carter?




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