Page 65 - Las ciudades de los muertos
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del muchacho.
               —Allal es un chico hermoso, ¿verdad?
               Tomé un sorbo de té e intenté que mi tono de voz pareciera neutro. Era un antiguo

           juego entre nosotros.
               —Bastante.
               —Tal vez podría enviárselo. Es un excelente sirviente —el muchacho sonrió y

           Muhammad le restregó cariñosamente el pelo. Luego, desvió la vista hacia mí.
               Yo no podía evitar reírme.
               —Hace mucho tiempo que nos conocemos y con toda seguridad sabrá que no hay

           forma de sobornarme.
               —¿Sobornarlo?  —estaba  haciendo  su  papel  perfectamente—.  Simplemente  le
           ofrecía…

               Muy bien, jugaríamos según sus normas.
               —Lo  único  que  quería  decir  es  que  desde  que  no  pertenezco  al  Servicio  de

           Antigüedades, no puedo permitirme el lujo de tener criados.
               —¡Ah!  Sí,  por  supuesto  —le  dio  unos  golpecitos  a  Allal  en  la  espalda.  El
           muchacho  entendió  la  señal  y,  tras  sonreímos  a  ambos,  salió  en  silencio  de  la
           habitación. Muhammad le devolvió la sonrisa.

               —Un hermoso muchacho, hijo de mi hermano menor, Solimán. La carne es una
           sustancia corruptible.

               Me dediqué a examinar un jarrón ornamental colocado cerca del diván, mientras
           me preguntaba si aquello era una referencia a su difunto hermano o a sus propias
           pasiones.
               —El té es delicioso.

               —Gracias, Carter bajá. Existen persistentes rumores —empezó con voz grave—
           de que está usted todavía trabajando en secreto en su empleo para el gobierno.

               Me acabé el té y lo observé con el semblante serio.
               —Son ciertos. ¿Y cuál es su propio secreto más inconfesable?
               Abrió los ojos de par en par, subió el tono de voz y observó a su alrededor como
           para asegurarse de que no había espías.

               —¿Lo ve? Ambos tenemos pues un secreto.
               —Bien, entonces podemos hablamos con franqueza, como colegas.

               Se echó a reír.
               —¿Acaso hemos hablado alguna vez de otro modo? Siempre hemos compartido
           el mismo negocio, aquí en Luxor.

               Ese también era un antiguo juego entre los dos. Muhammad está convencido de
           que los arqueólogos no son más que unos ladrones de tumbas, como él y como sus
           hijos.  Nuestras  protestas  de  que  trabajamos  para  la  ciencia,  para  el  hombre,  no  le

           hacen cambiar de opinión. Se limita a sonreír con serenidad, como insinuando que




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