Page 64 - Las ciudades de los muertos
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—¡Oh! —replicó, malhumorado—. Bueno, ¿para qué se supone que te pago?
               —Se supone que para hacerte de guía y consejero, y no para que vaya limpiando
           lo que ensucias.

               Parecía exasperado, cosa que reafirma mi idea de que todos los americanos son
           unos mimados. Cuando salí del Valle, estaba arrojando las cosas por la puerta de la
           tumba, sin importarle donde aterrizaran. No le había dicho que tenía planeado hacer

           una  visita  a  una  familia  de  ladrones  de  tumbas,  ya  que  con  toda  seguridad  habría
           querido  venir  y  yo  no  quería  que  me  acompañara.  Incluso  en  las  mejores
           circunstancias,  obtener  información  de  Muhammad  Abd-er-Rasul  es  muy  difícil,  y

           con  Henry  Larrimer  alrededor,  interrumpiendo  en  los  peores  momentos,  diciendo
           tonterías  o  preguntando  cosas  sin  sentido…,  habría  sido  una  causa  perdida.
           Muhammad es un adalid entre los musulmanes, para quienes la inteligencia de las

           personas  se  mide  por  su  capacidad  de  evitar  el  dar  respuestas  claras  a  preguntas
           directas.

               Muhammad era todo cumplidos cuando me invitó a entrar.
               —Por favor, Carter bajá, considérese en su casa. —Esto era la última cosa en el
           mundo que ambos deseábamos—. ¿Le apetece un té con menta?
               —Sí, por supuesto. Me siento muy honrado por su hospitalidad.

               Me condujo hasta un salón frío y oscuro, con cortinas de vistosos colores y el
           techo alto. Las paredes estaban cubiertas con un papel floreado de color azul y tapices

           de terciopelo rojo brillante. Se veía gran cantidad de objetos de plata y oro por todos
           lados. Al fin y al cabo, eran los Abd-er-Rasul. Media docena de lámparas de aceite
           otorgaban  a  las  estancia  una  cálida  luz.  Al  instante  me  sentí  a  gusto  en  aquella
           habitación de perfecto lujo y serenidad. Siempre me habían gustado las casas de los

           musulmanes, ya que, a mi parecer, nadie más que ellos parece haber encontrado la
           manera de saber crear un ambiente privado sin sacrificar la comodidad y el espacio.

           Y, evidentemente, los Abd-er-Rasul, como familia de ladrones de reyes, poseían la
           casa más elegante de Luxor.
               Nos  sentamos  en  dos  mullidos  divanes  mientras  Muhammad  daba  una  sonora
           palmada al aire. Apareció un muchacho.

               —Prepáranos  el  té,  deprisa.  El  inspector  de  Monumentos  del  Alto  Egipto  es
           nuestro huésped.

               Decidí ignorar la amable provocación y permanecí impasible.
               —Últimamente el tiempo ha sido bastante peculiar y los chismosos de la ciudad
           lo atribuyen a un encantamiento y djinni del diablo, e incluso a algunas monjas.

               —Mektoub, Carter bajá, mektoub —Muhammad había tenido siempre una gran
           afición por las afirmaciones misteriosas—: «Está escrito».
               El  muchacho  regresó  con  dos  vasos  de  té  y,  con  gran  educación,  me  sirvió

           primero a mí y después a Muhammad. El viejo rodeó con gesto insinuante la cintura




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