Page 61 - Las ciudades de los muertos
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pie, había sido vendado con una tira de lino y los extremos de los vendajes estaban
           ocultos hacia adentro para que no se deshilacharan. Empecé a desenvolver la mano
           izquierda;  primero  el  dedo  meñique,  con  cuidado,  suavemente;  luego,  uno  a  uno,

           todos  los  demás.  La  piel  era  oscura  y  seca  como  el  cuero.  Los  embalsamadores
           habían realizado un buen trabajo. A veces se cubrían algunas momias con ungüentos
           que, en realidad, adelantaban la deterioración de la carne. Esta, en cambio, por lo que

           se veía, estaba en perfecto estado. No había amuletos ni anillos en el interior de los
           vendajes,  pero  tampoco  había  esperado  encontrar  nada.  Retiré  las  vendas  de  la
           muñeca y el brazo; tampoco había pulseras ni amuletos. Si quien había encontrado la

           momia la había desenvuelto y vuelto a vendar, lo había hecho con sumo cuidado.
               Larrimer  se  agitó  en  sueños  y  murmuró  algo  sobre  su  madre.  Continué  con  la
           tarea.

               La mano derecha y el brazo, los pies y piernas… El abdomen y el pecho, que
           Larrimer  había  hundido,  debía  descubrirlos  con  especial  atención.  Si  es  que  había

           algún tipo de amuleto en el cuerpo, tenía que estar ahí: columnas djed, ojos sagrados,
           escarabajos.  Todos  los  egipcios,  excepto  los  más  pobres,  se  enterraban  con  esos
           amuletos. Retiré las sucesivas capas de lino, una por una, estaban muy enredadas; el
           trabajo había sido muy delicado y laborioso. La tela más antigua era frágil y estaba

           rota  en  partes.  Si  tiraba  de  ella  con  demasiada  fuerza  o  la  torcía  en  el  sentido
           equivocado, se desharía en mis manos como el polvo. Larrimer empezó a roncar y el

           sonido me puso los nervios de punta. Al poco rato, empezó a temblarme la mano y
           pensé por un momento en Birgit. Este era un cuerpo humano y lo estaba profanando.
               Me sentí como un violador. Intenté apartar estos pensamientos de mi mente. Tenía
           trabajo.  En  la  tela  que  envolvía  el  pecho  descubrí  un  amuleto:  un  halcón  de

           cerámica… Nada más, aunque por lo menos ya era algo.
               Al final todo el cuerpo quedó al descubierto, menos la cabeza. Había sido una

           joven adolescente, de unos quince años, delgada, aunque con unos senos generosos,
           que ahora estaban apergaminados. La momificación había asimismo secado el vello
           del cuerpo, que parecía de alambre. Me pregunté qué habría sentido ella al saber que
           un día yacería delante de mí de este modo, expuesta como carroña bajo el sol. De

           pronto, recordé que el barón había encontrado también un halcón en su momia. Era
           extraño,  pero  estaba  demasiado  preocupado  para  pensar  en  eso.  Concentré  mi

           atención en los vendajes que envolvían la cabeza de la momia.
               Los  estudié  durante  largo  rato,  la  forma  y  las  sucesivas  capas,  para  poder
           envolverla  de  nuevo  cuando  fuera  el  momento.  Luego,  lentamente,  empecé  a

           desenrollar las vendas.
               Lo  que  había  desenvuelto  hasta  ahora  era  un  cuerpo  relajado.  Los  brazos
           doblados, las piernas estiradas y la cabeza reclinada como la de cualquier momia. Los

           músculos estaban tensos y los años los habían vuelto duros y rígidos, pero eso era lo




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