Page 71 - Las ciudades de los muertos
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maravilloso,  pero  humano,  al  fin  y  al  cabo,  y  sólo  puede  comprenderse  desde  un
           punto de vista humano. Observo continuamente a Henry, que entra en cada nueva
           tumba con una mezcla de miedo y deleite, como un niño.

               Todavía  no  sé  cómo  afrontar  el  hecho  de  tener  un  cliente  que  se  dedica  a  la
           brujería, pero sea como sea me produce una sensación de incomodidad, aunque poco
           pueda hacer por remediarlo, salvo tratar de evitar que me atrape a mí también. Sería

           más fácil dejarlo, por supuesto, pero necesito y quiero ese dinero.
               Un viejo profesor mío, Flinders Petrie, solía contarnos una historia: había una vez
           un físico, místico y adivino de secretos ocultos llamado Piazzi Smyth. Su teoría era

           que la gran pirámide de Gizeh contiene en sus muros, sus ángulos y sus dimensiones
           la clave para todos los grandes acontecimientos de la historia humana. Mide desde
           una  esquina  a  la  hendidura  más  cercana  (utilizando  una  nueva  medida  llamada

           «pulgada piramidal») y obtendrás la fecha de la crucifixión de Cristo. La altura de las
           piedras te da la fecha de nacimiento de Napoleón y la medida entre una marca dada

           en la piedra y una cierta protuberancia te indica cuándo se acabará el mundo. Y así
           sucesivamente. Bobadas.
               Una noche, Petrie, que estaba realizando unas excavaciones en Gizeh, tuvo una
           pesadilla. Decidió dar una vuelta alrededor de la gran pirámide, la de Keops, y allí,

           oculto  en  la  noche,  encontró  a  Smyth,  armado  con  una  gruesa  herramienta,
           cincelando hendiduras y protuberancias en la piedra para hacerlas concordar con sus

           teorías.  Petrie  se  echó  a  reír  y  fue  contándoselo  a  todo  el  mundo  que  quisiera
           escucharlo, con lo cual Smyth tuvo que abandonar Egipto para divulgar su fe en otro
           lugar donde no pudiera llegar su descrédito. Lo último que oí decir de él era que daba
           conferencias en América.

               Recuerdo que pregunté a Petrie si Smyth era un estafador descarado o si tal vez
           creía tanto en sus ideas que no pudo evitar la tentación de aportar él mismo alguna

           prueba.
               Pero Petrie no tenía paciencia para ese tipo de preguntas:
               —¿Qué diferencia hay?
               Para mí la diferencia era esencial y así intenté explicárselo.

               —Tonterías. Ahora Smyth se ha ido y las grietas que hizo ya han sido reparadas.
           Sin embargo, la pirámide sigue ahí.

               Estos  últimos  días,  mi  humor  tiende  a  unirse  a  la  impaciencia  de  Petrie.  Hay
           tantas cosas que no entiendo en este mundo físico, que me parecería una pérdida de
           tiempo el preocuparse por otros mundos hipotéticos. Sin embargo, aunque absurda,

           siempre he encontrado la historia de Smyth muy triste, especialmente si en realidad él
           creía lo que predicaba. Y ahora, con Henry Larrimer he recordado el caso. Yo aprecio
           a Henry, de verdad, incluso puedo llegar a ser indulgente hasta el punto de llamarlo

           algún día Hank, pero no comprendo lo que cree que puede encontrar aquí. No sé ni




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