Page 73 - Las ciudades de los muertos
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fábrica de lámparas.
—El-Hakim era un tirano, el peor de todos. Fundó una secta de musulmanes
fanáticos llamada el Druze.
—Nunca oí hablar de ellos —parecía sorprendido.
—Su devoción a la palabra del Profeta es irracional. El-Hakim mandó sacrificar a
todos los perros de El Cairo e hizo arrancar todas las cepas. Prohibió a las mujeres
salir de casa, ni siquiera en caso de incendio. Por sus propias locas razones, obligó a
todo el mundo a trabajar de noche y dormir de día.
Supongo que me excedí en mis explicaciones. En parte, el miedo que Henry tiene
a los ciudadanos de El Cairo es culpa mía, pero ésta no es una ciudad amistosa para
un occidental no iniciado. Prefiero que vaya un poco asustado a que vagabundee a sus
anchas por todos lados. Así como Luxor vive de los turistas, El Cairo tiende a
ignorarlos, en el mejor de los casos. En el peor… Y Henry Larrimer, de los Larrimer
de Pittsburgh, es exactamente el tipo ideal de personaje para convertirse en una
víctima. Los ojos abiertos de par en par, confiado, crédulo… Para mí es mejor que yo
abuse de su ingenuidad, para que ande con más cautela.
Otro motivo por el que hago esto es porque a mí tampoco me gusta demasiado El
Cairo. La historia de la ciudad está manchada de sangre, con más sangre que ninguna
otra ciudad occidental que conozca. Además, aunque sea también ingenuo por mi
parte, no puedo considerar El Cairo como parte de Egipto. Bajo ningún concepto
forma parte de mi propio Egipto, ese lugar antiguo y maravilloso. El Cairo fue
edificado lejos del Nilo por los conquistadores árabes, que prefirieron ignorar la
antigua capital, Menfis, a pocos kilómetros de distancia, para construir ésta. En El
Cairo no se siente el peso de los siglos, como en el resto del país. Aquí se pierde la
serena contemplación de lo eterno, el regalo de nuestros antepasados. Siempre me ha
parecido un lugar precipitado, estridente, frenético. Pero como crecí en el campo,
nunca me han gustado las ciudades grandes.
Hay una pequeña tienda en Ezbekiyeh, regida por un ex sacerdote suizo, donde se
vende lo último en equipos fotográficos. Había prometido a Larrimer que allí podría
reparar sus cámaras rotas, así que lo primero que hicimos esa mañana fue dirigirnos
allí, y ahora vuelve a ser un fotógrafo completo.
—Gracias a Dios —suspiró—. Temía que tuviésemos que abandonar el proyecto.
Sin embargo, para su consternación, resultó que en El Cairo no se podían
conseguir los demás aparatos que requería para su trabajo. Preguntó al propietario
repetidamente, pero al final tuvo que aceptar el hecho de que los aparatos científicos
son una rareza en Egipto.
—Tendré que pedirlos a Europa —se lamentó—. Tardarán meses.
—Sí, Henry —contesté, comprensivo.
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