Page 74 - Las ciudades de los muertos
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—Todo este tiempo perdido.
               —Todavía  te  queda  el  estudio  fotográfico  —me  observó  malhumorado—.  ¿No
           podrías empezar tomando notas y volver a visitar la próxima temporada los lugares

           más interesantes?
               Aquello pareció animarlo un poco. Lo dejé entretenido probando obturadores y
           puliendo lentes. Era la oportunidad que estaba buscando para acercarme un momento

           al Museo. Quería hablar con Maspero.
               No estaba en su oficina y la secretaria no parecía muy segura de dónde había ido.
           Me acomodé a mis anchas en su escritorio para esperarlo y me dediqué a observar,

           por enésima vez, aquella estancia.
               Desde  la  oficina  de  Monsieur  le  Directeur,  se  ve  la  sala  más  imponente  del
           Museo, el vestíbulo de los colosos, dominada por una enorme escultura sentada de

           Amenhotep III y su reina en piedra granítica rosa, observando la eternidad con esa
           expresión  que  tan  bien  conocían  los  escultores  de  la  antigüedad.  (Aunque  debo

           confesar que para mí aquella expresión no me parece de eternidad sino simplemente
           de  ausencia.)  El  vestíbulo  está  lleno  de  otras  estatuas,  todas  ellas  casi  tan
           impresionantes:  sarcófagos  monumentales  por  todas  partes  y  media  docena  de
                          [5]
           piramidiones . Sin embargo, ninguna de esas piezas está bien expuesta. De hecho, la
           mayoría de las obras exhibidas en el Museo Egipcio parecen haber sido colocadas sin
           más en el lugar en el que están. El edificio no tiene más de dos años, pero el interior

           parece ya cubierto por una capa de polvo antiguo. Aun así, las propias obras son tan
           hermosas que suplen cualquier otra deficiencia. El vestíbulo de los colosos parece
           más bien un enorme almacén, y, sin embargo, las piezas son abrumadoras. Me senté

           en la butaca de Maspero y paseé la vista por la enorme galería, preguntándome cómo
           me llegaría a sentir si todo aquello me perteneciese, como le pertenece a Maspero. Al
           instante, me sentí incómodo.

               —Pareces  el  auténtico  propietario.  ¿Debo  retirar  mis  cosas?  —Maspero  había
           entrado sin hacer ruido.
               —Monsieur  le  Directeur…  —me  puse  de  pie  y  le  estreché  la  mano.  Como

           siempre, Maspero me dedicó una radiante sonrisa, propia de su discreto encanto, y
           por  un  momento  olvidé  que  aquél  era  el  mismo  hombre  que  me  había  despedido
           hacía apenas un mes. Eso es carisma.

               Me estrechó la mano con energía.
               —Te envié a un americano rico. ¿Se puso en contacto contigo?
               Me eché a reír.

               —Ahora  mismo  está  en  el  Shepheard,  jugando  con  sus  nuevas  cámaras.  Tuvo
           un…, un accidente con las que había traído. —Me observó con aspecto curioso—. Te

           lo contaré luego. ¿Cómo van las cosas por el Servicio?
               —Como  siempre  —se  encogió  de  hombros—.  Lord  Cromer  quiere  recortar




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