Page 78 - Las ciudades de los muertos
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estatuas, mesas de embalsamar de piedra, sarcófagos de momias y cajas de madera,
todas cubiertas de polvo y telarañas. La mayoría de las cajas no están ni siquiera
etiquetadas, lo cual quiere decir que dentro puede uno encontrarse cualquier cosa:
tesoros, papiros. Algunas de ellas pueden incluso estar llenas de lodo del Nilo, sin
que nadie sepa el motivo.
Sin embargo, lo más molesto del Museo, a mi entender, no es el polvo ni la
oscuridad, sino los pájaros. Viven a docenas en el edificio, penetran por las ventanas
abiertas y luego no pueden encontrar de nuevo el camino de salida. O, tal vez, les
gusten las habitaciones frías y oscuras. Están en todas partes, y se multiplican. No
tengo ni idea de cómo se alimentan, pero el caso es que sobreviven y realmente se
multiplican. Construyen nidos en las sombras, con ramitas, telarañas y todo lo que
pueden encontrar. Sus chillidos y el ruido de sus alas constituyen un sonido constante,
y gracias a ellos las galerías no están nunca en silencio. Una vez, en la sala donde
están expuestas las momias reales, uno de ellos tuvo la desfachatez de atacarme. Me
dio un picotazo en la oreja derecha y me hizo sangre. Sucede con frecuencia. Bajan
en picado de las alturas poco iluminadas y alarman a los turistas. De hecho, es
bastante desesperante encontrárselos, sin que te lo esperes, en un lugar como éste, o
que de vez en cuando, sin lógica alguna, te ataquen. Incluso aquí, en los oscuros
corredores del sótano, podía oír sus chillidos, y me estaban poniendo nervioso.
—¿Por qué no os deshacéis de esos horribles pájaros de una vez por todas? —le
espeté a Maspero.
—Yo ya no los oigo. Forman parte de los ruidos de fondo, como el tráfico.
—Son depravados. La atmósfera de aquí los ha vuelto así.
—Cálmate, Howard, te estás dejando llevar por tu imaginación.
—Lo único que deseo es que dejen de soltar esos malditos chillidos.
El sótano está subdividido en un sinfín de almacenes, la mayoría repletos hasta el
techo de objetos y cajas. Al fondo del corredor por el que andábamos, vimos pasar
una rata, que salió de uno de ellos para meterse en otro. Aquello, por regla general,
no me habría molestado pero estaba con los nervios de punta.
—Esto no es un museo, sino un zoo.
—Relájate, Howard. Casi hemos llegado.
Estábamos al final del pasadizo y el último almacén a nuestra izquierda estaba
abierto. Entramos.
Apoyado contra la pared opuesta a la puerta, divisé un sarcófago liso de color
blanco. No tenía marcas ni inscripciones. Lo reconocí al instante: contenía la momia
inmomificada, el hombre que fue embalsamado vivo. El sarcófago estaba cerrado,
pero recordé con demasiada claridad todos los detalles de su interior. En el suelo,
frente a él, yacían las tres momias de reciente adquisición. Sus cabezas estaban en
dirección al sarcófago y los pies apuntando hacia nosotros. Todas estaban retorcidas,
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