Page 80 - Las ciudades de los muertos
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Por una pequeña propina, un niño árabe nos dijo lo que queríamos saber.
               —Ahmed Abd-er-Rasul se fue de aquí hace muchos años. Ya no era bien recibido
           en este lugar.

               —¿Por qué no? ¿Qué hizo?
               —No es un hombre bueno.
               Me agaché y miré al muchacho directamente a los ojos.

               —¿Dónde vive ahora? —le pregunté sosteniendo entre los dedos una moneda de
           cincuenta piastras.
               El niño no podía apartar los ojos del dinero, pero intentó regatear más.

               —Nadie lo sabe.
               Me puse en pie, fingiendo que nos íbamos.
               —Bien, si no nos lo puedes decir… Gracias, de cualquier modo.

               —¡Espere! —cincuenta piastras era más que suficiente—. Vive en el barrio copto
           ahora. Es un cristiano.

               Recordé el crucifijo de plata que llevaba su hijo alrededor del cuello.
               —¿En qué lugar del barrio copto?
               —Nadie lo sabe.
               —Entonces, gracias de todos modos —le di la moneda.

               El  barrio  copto  era  pequeño  y  sus  habitantes  amables,  con  lo  cual  no  hubo
           necesidad de pagar por más información.

               Henry estaba confundido.
               —¿Por qué buscamos especialmente a este Ahmed? Estoy seguro de que habrá
           buenos vendedores por aquí.
               —Conozco a su familia.

               Se quedó reflexionando durante un instante y al final dio con ello.
               —¿Los ladrones de tumbas de Luxor? ¿Es uno de esa familia?

               —Sí.
               —Entonces estoy impaciente por verlo.
               —¿Me harás un favor, Henry? Cuando saque el tema de la momia que compraste,
           sígueme la corriente.

               —¿Por qué? ¿A qué pretendes jugar?
               —No es ningún juego, Henry. Sólo busco información.

               —Estoy impaciente.
               Sin embargo, tras dos horas de caminata, volvía a quejarse amargamente.
               —¿Cuánto tendremos que andar todavía, Howard?

               —Pensé que querías conocer El Cairo.
               —Me duelen los pies.
               —Mira. Aquélla es la calle de las prostitutas.

               Henry se detuvo y paseó la vista por el callejón.




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