Page 366 - La máquina diferencial
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esta mirada, Fraser levantó la mano y, casi involuntariamente, se tocó la accidentada
mejilla bajo el parche. El mostacho entrecano no conseguía ocultar sus cicatrices.
Había recibido el disparo de una escopeta. Aún le dolía en ocasiones, cuando llovía.
Pero ella no vio el gesto, o decidió no verlo. Con un ademán, le pidió que se
aproximara.
—Señor Fraser. Amigo mío. Dígame una cosa, ¿quiere? Y que sea la verdad. —
Suspiró—. ¿No soy otra cosa que una viejecita graciosa de pelo blanco?
—Señora —dijo Fraser amablemente—, es usted la reine des ordinateurs.
—¿De veras? —Levantó el espejo y miró en su interior.
En el espejo, una ciudad.
Es 1991. Es Londres. Diez mil torres, el zumbido ciclópeo de un trillón de
engranajes en movimiento, la atmósfera entera convertida en una neblina de aceite,
en el calor generado por la fricción de las ruedas giratorias. Pavimentos negros y sin
junturas, incontables afluentes para el frenético desplazamiento de los encajes
perforados de datos, los fantasmas de la historia liberados en esta calurosa y brillante
necrópolis. Rostros finos como el papel que se hinchan como velas, que se retuercen,
que bostezan, que se mueven por las calles vacías, rostros humanos que son máscaras
prestadas y objetivos para el Ojo espía. Y cuando una cara determinada ha servido a
su propósito, se desmorona, frágil como la ceniza y se suma a la seca espuma de los
datos junto con todos sus bits y motas constituyentes. Pero nuevos tejidos de
conjetura están hilvanándose en los resplandecientes núcleos de la ciudad, rápidos e
incansables husos que tejen invisibles espirales por millones, mientras en las
calurosas e inhumanamente oscuras profundidades, los datos se funden y se
entremezclan, batidos por la acción de los engranajes hasta quedar reducidos a una
piedra pómez burbujeante y esquelética que se vierte en la cera onírica que forma una
carne ficticia, perfecta como el pensamiento.
No es Londres, sino un reflejo de plazas de cristal de paredes planas, avenidas
que son rayos atómicos, un cielo que es un gas hiperfrío, un laberinto que el Ojo
recorre con la mirada y en el que salta sobre abismos cuánticos que son causa,
contingencia y casualidad. Donde se engendran espectros eléctricos, que luego son
examinados, disecados e infinitamente iterados.
En el centro de esta ciudad, crece una criatura, un árbol autocatalítico, dotado de
una especie de vida, que utiliza sus raíces para absorber pensamientos a través de un
rico sedimento de imágenes derramadas por él mismo, y se ramifica creando una
miríada de ramas de relámpago que suben y suben y suben, hacia la oculta luz de la
visión,
que muere para renacer.
La luz es intensa.
La luz es clara;
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