Page 362 - La máquina diferencial
P. 362

escondido en el cajón inferior izquierdo de la mesa, envuelta, con patética duplicidad,
           en un pañuelo de papel cebolla.
               Fraser se había tomado la libertad de dejarle también un poco de agua de Seltz en

           un cubo de hielo. Esperaba que lady Ada rebajase un poco el licor.
               Salió de la sala de conferencias por la puerta trasera y luego rodeó el edificio con
           una cautela derivada de sus viejas costumbres. El ojo tuerto le dolía bajo el parche, y

           tuvo  que  apoyarse  en  la  cabeza  de  ciervo  que  el  bastón  estoque  tenía  como
           empuñadura. Tal como esperaba, no vio nada que pareciera peligroso.
               Tampoco había ni rastro del chófer o el faetón alquilado de su señoría. A buen

           seguro,  el  detestable  malandrín  estaba  en  aquel  momento  dándole  a  la  botella  en
           algún  sitio  o  cortejando  a  una  soubrette.  O  puede  que  no  hubiese  entendido  sus
           instrucciones, porque el francés de Fraser distaba mucho de ser perfecto. Se frotó el

           ojo sano y examinó el tráfico. Le daría al tipo veinte minutos antes de parar un coche
           de caballos.

               Entonces vio a su señoría de pie, con aire de cierta indecisión, en la misma puerta
           por  la  que  había  salido.  Se  había  puesto  un  bonete  diurno,  según  parecía,  y  había
           olvidado su bolsa de viaje, cosa que era típica de ella. Corrió a su lado cojeando.
               —Por aquí, señora. El faetón nos esperará en la esquina.

               Se detuvo. No era lady Ada.
               —Creo que me confunde usted, señor —dijo la mujer en inglés, antes de bajar los

           ojos y sonreír—. No soy su reina de las máquinas, sino solo una admiradora.
               —Le ruego me disculpe, madame —dijo Fraser.
               La mujer bajó recatadamente la mirada hacia el intrincado bordado Jacquard de
           su  falda  blanca  de  fina  muselina.  Llevaba  un  abultado  corpiño  francés,  y  una

           chaqueta rígida de hombreras altas, decorada con encaje.
               —Su señoría y yo vestimos de manera parecida —dijo con una sonrisa traviesa—.

           ¡Debe de comprar en la casa de monsieur Worth! Es todo un elogio a mi propio gusto,
           ¿n’est-ce pas?
               Fraser no dijo nada. Un ligero hormigueo de suspicacia había despertado en su
           interior.  La  mujer  —una  esbelta  y  menuda  rubia,  de  unos  cuarenta  años—  vestía

           como una respetable dama de clase media. Sin embargo había tres anillos de brillante
           en sus dedos enguantados y unos espectaculares pendientes de filigrana de jade en sus

           delicados  lóbulos.  Junto  a  la  comisura  de  su  boca  había  un  lunar  artificial,  o  una
           minúscula tirita de color negro. Y sus ojos grandes y azules, a pesar de su aire de
           inocencia, emitían un fulgor que de algún modo venía a decir «te conozco, dinero».

               —Señor, ¿me permite esperar a su señoría con usted? Espero no molestarla si le
           pido un autógrafo.
               —En la esquina —dijo Fraser con un asentimiento de la cabeza—. El faetón. —

           Le ofreció el brazo izquierdo y se acomodó el bastón estoque en la axila del derecho,




                                        www.lectulandia.com - Página 362
   357   358   359   360   361   362   363   364   365   366   367