Page 364 - La máquina diferencial
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—La llaman la reina de las máquinas... —La señora Tournachon, con una sonrisa
triunfante, le arrebató el programa firmado de los dedos fláccidos—. ¡La reina de las
máquinas! ¡Y no es más que una graciosa viejecilla de pelo blanco! —Se echó a reír
—. Esa tontería de las conferencias, querida... ¿Se paga bien? ¡Espero que sí!
Lady Ada la miró con asombro genuino.
La mano de Fraser se tensó sobre el bastón. Bajó del bordillo y abrió rápidamente
la puerta del faetón.
—¡Un momento! —La mujer tiró con repentina energía de uno de sus dedos
enguantados, y sacó un anillo muy llamativo—. Su señoría, por favor, quiero que
tenga esto.
Fraser se interpuso entre ellas y bajó el bastón.
—Déjela tranquila.
—No —dijo la señora Tournachon alzando la voz—. He oído lo que cuentan. Sé
que lo necesita. —Se pegó a él y estiró el brazo—. Su señoría, por favor, cójalo. No
quería herir sus sentimientos, ha sido un golpe bajo. ¡Le suplico que acepte mi
regalo! Por favor, es cierto que la admiro. He escuchado la conferencia entera.
¡Cójalo, lo he traído para usted! —Entonces retrocedió, ya con la mano vacía, y
sonrió—. ¡Gracias, su señoría! Buena suerte. No volveré a molestarla. ¡Au revoir!
¡Bonne chance!
Fraser siguió a su señoría al interior del faetón, cerró la puerta y dio unos
golpecitos en la placa de separación.
El vehículo se puso en marcha.
—Qué excéntrico personajillo —dijo su señoría. Abrió la mano. Un diamante de
buen tamaño refulgía en su engarce de filigrana—. ¿De quién se trataba, señor
Fraser?
—Supongo que de una exiliada, señora —dijo Fraser—. Muy audaz.
—¿Cree que he hecho mal en aceptar esto? —Su aliento olía a brandy y agua de
Seltz—. Supongo que no es muy apropiado. Pero de no haberlo aceptado nos habría
hecho una escena. —Levantó la gema bajo el haz de luz polvorienta que entraba por
la ventanilla—. ¡Mire qué tamaño! Debe de ser muy valioso.
—Es de bisutería, su señoría.
Rápida como el pensamiento, lady Ada cogió el anillo con los dedos como si
fuera un trozo de tiza y lo pasó por la ventanilla del faetón. Hubo un fino chirrido,
casi inaudible, y un surco brillante apareció en el cristal.
Luego permanecieron sumidos en un silencio cómplice mientras su vehículo
continuaba hacia el hotel. Fraser recordó sus instrucciones mientras contemplaba
París a través de la ventanilla.
—Puede dejar que la anciana beba cuanto desee —le había dicho el Jerarca, con
su inimitable aire de pícara ironía—, que diga lo que desee y flirtee cuanto desee,
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