Page 365 - La máquina diferencial
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siempre  que  no  organice  un  escándalo,  claro...  Si  consigue  mantener  a  nuestra
           querida Ada alejada de las máquinas de apuestas puede darse por satisfecho.
               El peligro de que se produjera tal cosa había sido pequeño, porque el bolso de la

           señora  no  contenía  otra  cosa  que  tiques  y  moneda  fragmentaria,  pero  el  diamante
           había cambiado las cosas. A partir de ahora tendría que vigilarla con más atención.
               Sus habitaciones en el Richelieu eran bastante modestas, y estaban unidas por una

           puerta de comunicación que Fraser no había tenido que tocar. Las cerraduras eran
           bastante sólidas y había encontrado, y cegado, todas las inevitables mirillas. Solo él
           tenía llaves.

               —¿Queda algo del anticipo? —preguntó lady Ada.
               —Lo justo para darle una propina al chófer —dijo Fraser.
               —Oh,  vaya.  ¿Solo?  Fraser  asintió.  Los  sabios  franceses  no  habían  pagado

           demasiado por el privilegio de disfrutar de su erudita compañía y sus deudas habían
           consumido rápidamente este dinero. Las humildes ganancias de la taquilla habrían

           podido pagar a duras penas el pasaje desde Londres.
               Lady  Ada  abrió  las  cortinas,  frunció  el  ceño  bajo  el  sol  de  verano  y  volvió  a
           cerrarlas.
               —Entonces supongo que habrá que hacer ese viaje a América.

               Fraser suspiró de manera inaudible.
               —Dicen que ese continente está lleno de maravillas naturales, señora.

               —¿Pero cuál de los viajes? ¿A Boston y a Nueva Filadelfia? ¿O a Charleston y
           Richmond?  Fraser  no  dijo  nada.  Los  nombres  de  aquellas  ciudades  extrañas  le
           inspiraban una plomiza tristeza.
               —¡Tendré  que  lanzar  una  moneda!  —decidió  su  señoría  con  tono  animado—.

           ¿Tiene usted una moneda, señor Fraser?
               —No,  señora  —mintió  Fraser  mientras  registraba  sus  bolsillos  con  un  tintineo

           sordo—. Lo siento.
               —¿Es que no le pagan? —inquirió su señoría con un atisbo de malhumor.
               —Tengo mi pensión de la Policía, señora. Bastante generosa y pagada siempre
           con regularidad.

               —Esto último, al menos, era cierto.
               La señora pareció dolida al oír esto.

               —¿Pero es que la Sociedad no le paga un salario digno? ¡Oh, vaya, con la de líos
           en los que se ha metido por mi culpa, señor Fraser! No tenía ni idea.
               —Me recompensan a su manera, señora. Y me siento bien pagado.

               Era su paladín. Eso era más que suficiente.
               Lady Ada se acercó a su buró, y registró sus papeles y recibos. Sus dedos tocaron
           el mango de caparazón de tortugas de su espejo de viaje.

               Ella se volvió entonces y lo atrapó con una mirada femenina. Bajo la presión de




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