Page 363 - La máquina diferencial
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con la mano apoyada sobre la empuñadura. No estaría de más poner un poco más de
distancia en la calle. Quería vigilar a aquella mujer.
Se detuvieron en la esquina, bajo una angulosa lámpara de gas francesa.
—Es muy agradable escuchar una voz londinense —dijo la mujer, con tono
adulador—. Llevo tanto tiempo viviendo en Francia que mi inglés se ha oxidado.
—En absoluto —dijo Fraser. La desconocida tenía una voz encantadora. —Soy
madame Tournachon —dijo—. Sibyl Tournachon.
—Me llamo Fraser. —Inclinó la cabeza. Sybil Tournachon movía nerviosamente
las manos en el interior de los guantes de muselina, como si le sudaran las palmas. El
día era muy caluroso.
—¿Es usted uno de sus paladines, señor Fraser?
—Me temo que no termino de entenderla, madame —dijo Fraser educadamente
—. ¿Vive usted en París, señora Tournachon?
—En Cherburgo —respondió ella—. Pero he venido en el expreso de la mañana,
simplemente para verla. —Hizo una pausa—. Apenas he entendido una palabra de lo
que ha dicho.
—No se avergüence de ello, madame —dijo Fraser—. Yo tampoco.— Había
empezado a gustarle.
En ese momento llegó el faetón. El chófer, tras saludar a Fraser con un guiño
impropio, saltó de detrás del volante y se limpió las manos en un pañuelo sucio que
había sacado del bolsillo. Lo aplicó al manchado borde de una escalerilla plegable,
silbando.
Su señoría salió de la sala de conferencias. No se había olvidado la bolsa.
Mientras se aproximaba, la señora Tournachon empalideció ligeramente a causa del
nerviosismo y sacó un programa de su chaqueta.
Era totalmente inofensiva.
—Su señoría, permita que le presente a la señora Sybil Tournachon —dijo Fraser.
—¿Cómo está usted? —dijo lady Ada.
La señora Tournachon hizo una reverencia.
—¿Podría firmarme el programa? Por favor.
Lady Ada pestañeó. Fraser, con destreza, le ofreció la pluma de su cuaderno.
—Por supuesto —dijo lady Ada mientras cogía el programa—. Perdone... ¿Cómo
dice que se llama?
—Ponga «A Sybil Tournachon». ¿Quiere que se lo deletree?
—No es necesario —respondió su señoría, sonriendo—. Hay un famoso
aeronauta francés que se llama así, ¿no? —Fraser le ofreció la espalda para que
pudiera estampar su firma—. ¿No será pariente suyo?
—No, su alteza.
—¿Perdone? —preguntó lady Ada.
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