Page 68 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Nos encontrábamos en la plaza del castillo. Abajo espejeaba el mar. Era primavera, y
               ya sudábamos. Mi tío se había aligerado de ropa, y yo también. Los dos jugábamos a la
               guerra, como dos viejos compañeros de armas. De repente vi cómo mi camisa se teñía de
               sangre.
                     No sentí dolor, ni entendí qué sucedía. Mi tío había ido a recoger las flechas erradas y,
               cuando alzó la  cara, lo vi palidecer.  De dos  saltos se acercó a mí, me arrancó la tela
               ensangrentada, cogió mi cabeza entre sus manos, y le volvieron de nuevo el color y la risa.
                     —Contigo siempre se está en un ay. Ahora sangras por la nariz; eres todavía un niño.
               ¿Es que te has dado un golpe?
                     Negué con la cabeza, mientras me cubría la nariz con los dedos.
                     Mi tío, después de sentarse en el suelo, me tumbó boca arriba sobre sus piernas, me
               echó la cabeza hacia atrás, me levantó los brazos por encima de ella, y, tronchando una
               ramita del arrayán que había junto a él, me la metió dentro de la  boca sobre la encía
               superior, oprimiéndome luego con  suavidad el labio.  Casi en seguida la sangre dejó de
               manar.  Con el vuelo de su camisa enjugó la que me manchaba la barbilla y la boca.  Yo
               había entrecerrado los ojos porque el sol me deslumbraba.  Traslúcidos, los párpados me
               enrojecían el cielo.
                     Sentí que la sangre —y no ya la de la nariz— se aceleraba por mi cuerpo y frenaba de
               pronto su carrera.
                     No sabía a qué atribuirlo, pero me encontraba a gusto sobre el regazo de mi tío. Su
               mano izquierda me acariciaba el muslo mordido por el alicante, y la derecha, cuyo brazo me
               estrechaba, no se había movido de mis labios. Arrastrado por un cariño más grande que yo
               mismo, la besé.  No sé si fue sólo una reacción de agradecimiento, o quizá algo menos
               simple. Sentía el aliento de mi tío sobre mi rostro, como si un esfuerzo físico alterase el ritmo
               de su respiración. El sabor del arrayán perfumaba mi boca, y el aroma del arriate removido
               al arrancar el tallo, el aire. Calentaba desde lo alto el sol. La primera abeja runruneaba a
               nuestro alrededor. Sin abrir los ojos, percibía el cabrilleo del mar. El leve jadeo de mi tío se
               acercó más a mí. Mi boca presintió la proximidad de la suya. Aguardé, durante un segundo
               que duró más que muchas vidas, lo que iba a suceder.
                     Apretando los párpados, aguardé.
                     De repente, mi tío se levantó con brusquedad dejándome caído boca abajo en el
               suelo. Abrí por fin los ojos. Lo vi de espaldas frente al mar. Los vi juntos y superpuestos a él
               y al mar.
                     —Ya no te sale sangre. De prisa. Toma el arco y las flechas.
                     En aquel instante comprendí por qué todos pensaban que mi tío Abu Abdalá Ibn Sad
               habría hecho un buen rey.


                     Cuando mi abuelo casó a mi padre con mi madre no se molestó en preguntarle si la
               amaba: la respuesta saltaba a la vista. Había estado casada con dos sultanes, al segundo
               de los cuales acababa de degollar mi padre; era mayor que éste; se trataba, más que de
               una mujer, de una institución nazarí, y ni yo mismo me atrevería a decir que es bonita.
                     —Desde lejos, si no fuese por las ropas, se la confundiría con un hombre; y aun desde
               cerca surgen dudas —le oí comentar a una concubina.
                     Tiene, eso es cierto, una clase de arrogancia que sólo suele verse en los hombres; su
               instinto maternal es muy somero, y desaparece si se  le compara con su  instinto regio.
               Supongo que es porque nunca puso en tela de juicio que había nacido para reina. Es hija de
               Mohamed  IX “el  Zurdo”; su primer marido, del que no tuvo hijos, fue un primo suyo,
               Mohamed  XI “el  Cojo”, y el segundo, también por razones políticas,  Mohamed  X “el
               Chiquito”, hijo de  Mohamed  VIII “el  Chico”. (Sé que este galimatías puede resultar
               complicado; lo es para mí mismo, aunque se trata de nombres próximos a nosotros. De ahí
               que me proponga, en cuanto tenga tiempo, escribir la historia de la Dinastía, poniendo en
               claro lo que no lo está y desbrozando las crónicas, tan cuajadas de elogios sobados y

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