Page 72 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               rescate de los cautivos. Claro que, en el caso de que te hablo, igual que en muchos otros,
               los dos mil cautivos que trajimos de Cieza y de Ricote se convirtieron al Islam en cuanto
               pisaron  Granada; con lo cual engrosaron nuestro ejército, pero perdimos los rescates:
               váyase lo uno por lo otro.
                     —’Sólo Dios vencedor’ es el lema nazarí —dije yo exagerando mi devoción—, pero
               Dios está con nosotros en verdad.
                     —No siempre. En esa expedición sí estuvo; en la que le siguió, a Cañete, se ausentó.
               No te ocultaré nada.  En aquella tierra no hay agua dulce; los nuestros habían avanzado
               durante dos jornadas, y el agua que encontraban era siempre salobre. Decidieron retroceder
               haciendo el menor daño posible, tanto para apresurar  la marcha cuanto para que los
               perjudicados no los siguieran en venganza. Durante la retirada murieron de sed animales y
               hombres; muy pocos regresaron vivos. Han pasado muchos meses, y ese camino de la sed
               no se ha borrado de la memoria de los granadinos. De ahí que tu padre proyecte hacer algo
               inmediato para distraerlos. No debe dejarse mucho tiempo para meditar sobre un fracaso;
               los fracasos se enconan y se pudren en los corazones de los súbditos. Lo que tu padre va a
               hacer para evitarlo tiene mucho que ver con su tercera arma.
                     —¿La de los tributos?
                     —Eso es. Te agradezco que sigas mi dislocada explicación.
                     Las parias que teníamos que pagar (porque tu abuelo, al materno me refiero esta vez,
               confirmó el vasallaje con Castilla después de la Higueruela) eran muy elevadas: veinte mil
               doblones por año. Regateamos hasta veinticuatro mil cada tres; pero aun así lo mejor era no
               pagar nada.  Castilla, por un lado, pasa hambre de dinero, porque todo el suyo está en
               manos de obispos y de nobles; por otro lado, no está en situación de exigírnoslo y obtenerlo
               por las bravas. De modo que las treguas últimas se han pactado, astutamente por su parte y
               por la nuestra, sin aludir a los tributos.  De aquí a tres días vendrán don  Juan  Pérez de
               Valenzuela y don  Fernando de Aranda, de los veinticuatro de la ciudad de  Córdoba, con
               cartas de sus reyes. Entonces comprobarás lo que te he dicho de que no es prudente dejar
               dormirse a un pueblo en la amargura.


                     Así fue. Recibí una lección que no olvidaré nunca; acaso porque no se me contó ni la
               leí, sino que la presencié. Y porque mi padre, en su puesto de rey en medio de la corte, me
               pareció grandioso, y me expliqué muchas cosas que no son explicables. áAún hoy continúo
               convencido de ellas, aunque ya inútilmente.

                     La tarde anterior los príncipes, desde la torre de la  Fortaleza, habíamos visto a los
               cristianos acercarse al palacio donde se alojarían. Era una tropilla reducida y silenciosa. No
               hacía más ruido que el de los cascos de los caballos encubertados con cuero y el de las
               armaduras. El sol poniente reverberaba sobre ellas.
                     Los criados subían detrás de los seis u ocho señores, cuyos rostros asomaban
               apenas por los yelmos, y que avanzaban con un halo  de hieratismo y altivez que nos
               sorprendió,  acostumbrados como estábamos a identificar la nobleza  con un porte menos
               rígido e inflexible.
                     Dijo Yusuf:
                     —Parecen muñecos mecánicos a los que hubiesen apretado un resorte para echarlos
               a andar. Creo que debajo de tanto hierro no hay nada.
                     —Ojalá no lo hubiese —comenté yo riendo—. En ese caso se habrían terminado las
               guerras.
                     —Y sin guerras, ¿de qué serviríamos nosotros? —preguntó mi hermanastro Nazar.
                     Nos hablan desde pequeños en  Granada del mal gusto de los castellanos; de la
               tristeza de sus vidas y de sus muertes, referidas a una eternidad amenazadora de la que no
               tienen testimonios y a la que todo lo sacrifican; de la incomodidad de sus edificaciones de
               piedra, de las frías espadañas y de las campanas de sus iglesias tan inhumanas; de su mal

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