Page 75 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —La única  manera —comenzó mi padre, y me miraba— de que nos respeten los
               cristianos es demostrarles nuestra fuerza.  Granada estuvo con frecuencia regida por
               sultanes blandos cuya pasión era disfrutar de todos los placeres con menor  o mayor
               mesura, y hasta sin ella.
                     Hemos de probarles que esa parte de nuestra Historia ha concluido.
                     Como primera providencia, me propongo hacer un recuento de las tropas de que
               disponemos, y exhibirlas en un alarde que enorgullezca a nuestro pueblo. Porque temo que
               esté más convencido cada día de que asiste al ocaso andaluz.
                     Mandó abrir un mapa que se hallaba plegado delante de él, y prosiguió:
                     —Me he ocupado de que nuestros castillos fronterizos se aprovisionen bien.
               Innumerables son las torres atalayas que avizoran los movimientos de los cristianos, que
               tanto las codician. Aquí veis los límites protegidos del Reino: por el Sur, desde Vera hasta
               Algeciras; por el Este, Guadix y Baza; por el Norte, las fortificaciones que lindan con Jaén y
               su territorio; por el Oeste, desde la Serranía de Ronda hasta el Estrecho. Por mi orden, se
               prenden en las torres vigías cada noche fogatas que alientan y reposan los ánimos de los
               vecinos al comprobar que su emir se desvela por ellos.
                     Mi voluntad es abrir una época en que, de la atolondrada defensiva con que hasta hoy
               nos hemos conformado, pasemos a una ofensiva que se lucre de las penosas circunstancias
               en que se desenvuelve el enemigo.
                     De ahí que, para hacer visible mi decisión,  proponga ese alarde grandioso —se
               plegaron sus párpados; no se puede decir que sonriera—. Sin ocultaros que tal exhibición y
               su gran costo justificará ante el pueblo los nuevos impuestos que preveo y que la coyuntura
               legitima.
                     Desoyendo la última frase, intervino mi tío:
                     —¿No será muy expuesto concentrar en Granada los ejércitos?
                     La ciudad rebosa de espías que, al mismo tiempo que nuestro poderío, transmitirán la
               debilitación de la frontera durante los desfiles.
                     —El alarde se hará en fechas sucesivas, y no desguarneceremos ninguna plaza
               totalmente. Se realizará, y os lo comunico para que así lo dispongáis, en el primer mes del
               nuevo año. Mientras dure, será fiesta en Granada. Se admitirá en ella a los habitantes de los
               pueblos cercanos, y los demás gozarán de turnos y de festividades. Se habilitarán fondas y
               mezquitas.  Desde los extremos del  Reino concurrirá lo más selecto y bravo de nuestras
               huestes. Y, en la Puerta de los Pozos, yo presidiré cada mañana los desfiles —su rostro
               brillaba y parecía haber aumentado su estatura—; saludaré a mis generales y a mis
               soldados, y seré saludado con fervor por ellos.
                     Nos reconoceremos todos y nos abrazaremos. El contagio de nuestro calor y nuestra
               fraternidad entusiasmará al pueblo. Y nos bendecirá Dios, puesto que somos los paladines
               de la fe.

                     Desde ese mismo día se iniciaron los preparativos.  Se dispuso un estrado con
               escalones en la Puerta Algodor, no lejos del campo donde los caballeros jugaban a la tabla
               y a la sortija. La población heterogénea de los zocos, que es la primera en reunirse cuando
               hay una festividad entre nosotros, comenzó a subir las laderas de la  Sabica: vendedores
               ambulantes, prestidigitadores, narradores de historias, equilibristas, mendigos, domadores
               de animales, encantadores de serpientes, ciegos y lisiados verdaderos o falsos con sus
               escoltas infantiles,  casamenteros, dueños de  garañones  para cubrir  las yeguas, todo el
               mundo abigarrado e innumerable que se había tratado de reducir a la alcaicería o al zacatín
               de la ciudad.
                     Hasta nuestras habitaciones de la Alhambra ascendía, desde el amanecer, el sordo
               ruido del gentío que aumentaba cada mañana.  Allí mismo, de día en día más cerca, se
               rezaban las oraciones,  se verificaban los contratos, se administraba justicia, e incluso se
               impartían las clases de la madraza.  Y mi padre, antes del mediodía, comparecía ante el
               pueblo en el pabellón construido por los alarifes, y nos hacía comparecer a nosotros para
               que el gentío conociera y se acostumbrara a sus jóvenes príncipes.
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