Page 71 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —¿Y que fue del hermano de don Enrique Iv?
                     —A ése lo asesinaron en seguida.
                     —La reina de Castilla es, por lo tanto, hija de don Enrique.
                     —No; es su hermanastra Isabel. Su hija, que parece que no es hija suya y a la que
               llaman “la Beltraneja”, se casó con el rey de Portugal.
                     —Qué nombre más extraño.
                     —Le viene de ser, según se dice, hija del valido don Beltrán de la Cueva.
                     —¿Y por qué se casó con ella el rey de Portugal?
                     —Porque el asunto de las paternidades no es infalible nunca.
                     Hasta don  Beltrán de la  Cueva, en el momento de elegir partido, eligió el de doña
               Isabel, la hermanastra, y no el de su presunta propia hija. Y es que parece que don Beltrán
               entraba de noche en la cámara regia, pero para acostarse no con la reina, sino con el rey.
                     No debería contarte tales aberraciones, pero la Historia está hecha por los hombres y
               para los hombres, y las camas importan, en consecuencia, más de lo que debieran. áNo
               sabía entonces hasta qué punto Benegas iba a manejar las camas luego, y hasta qué punto
               dependería el porvenir del Reino de las lujurias y las sensualidades.
                     Los ojos de  Benegas continuaban  mirando en el pasado, con la añoranza de una
               ocasión perdida.
                     —Por desgracia, la voluntad de Dios no quiso que el reto aquel entre don Alonso y
               don Diego se llevase a cabo. Habríamos salido del retador o del retado. O quizá de los dos.
               Yo lo había dispuesto todo con minuciosidad. En caso de duda, habría sido preferible salir
               de don Alonso; ya te digo que don Diego, el padre del retador, es afecto a nosotros. Nos lo
               suelen enviar como embajador, porque sabe nuestra lengua, y es el que firma las treguas en
               nombre de sus reyes.
                     Con esto entramos en el segundo punto, el que se refiere a la segunda arma de tu
               padre.
                     ‘Las treguas, hijo, no son más que un pretexto para renovar fuerzas y para rehacerse
               económicamente: tal es su fin, y no otro. Si uno lo ha conseguido, hayan o no vencido los
               plazos, vuelve al combate.  Ninguna tregua llega hasta la fecha pactada: a poco que un
               bando se  vea más recuperado  que el otro, lanza  sus ejércitos contra él.  Como
               comprenderás, no vamos a sujetarnos a una palabra que se dio en un instante de debilidad
               o de derrota, o por un rey insensato o demasiado cauto.  Tu padre, en eso, es muy
               expeditivo, y yo también.
                     Además, las tácitas leyes de la guerra no consideran que las treguas se rompan por
               ciertos movimientos, que son habituales dentro de la frontera.  Se reconoce la  licitud  de
               atacar ciudades fronterizas, siempre que la campaña no pase de tres días, se convoquen las
               huestes sin tocar trompetas, no se levanten tiendas, y todo se realice tumultuosa y
               apresuradamente. O sea, cuando no se trata en realidad de luchas de conquista, sino de
               amagar y no dar, de destrozar cosechas, de debilitar a la otra parte, y de beneficiarse con lo
               que logre saquear la expedición.
                     —¿Y estamos ahora en tregua con los cristianos?
                     —Sí, casi siempre lo estamos.
                     Es decir, cuando no estamos en guerra. En junio de 1475, el conde de Cabra acordó
               con nosotros una tregua: desde Lorca a Tarifa, de barra a barra. Revistió un aspecto más
               serio que las otras, porque le convenía a su reina, por una parte, tener en paz el  Sur
               (bastante tenía ella con el Norte) y, por otra, cobrar, a ser posible, nuestro tributo, que era
               muy alto desde la infortunada batalla de la Higueruela que nos ganó su padre.
                     Tan seria y tan conveniente fue esa tregua que, día por día, en 1476 vinieron un tal
               Aranda y un tal  Barrionuevo a firmar otra por otros  cinco años.  Pero tu padre  se había
               fortalecido ya, y a finales del primer año fue al reino de Murcia a acongojar cristianos.
                     Porque nuestros súbditos necesitan la acción: una paz demasiado larga los afemina y
               los invita a  conspirar; y además nos vienen  muy bien el ganado de los castellanos y el

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