Page 76 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Yo, por las tardes, me acercaba a la Puerta de los Pozos, a menudo con mi tío, que
               meneaba dubitativo la cabeza ante el batiburrillo alborotado y  vociferante  en que la
               celebración se concretaba.
                     Apoyaba su mano sobre mi brazo o sobre mi hombro: yo había crecido y era casi tan
               alto como él. A su cargo se hallaban entonces las tropas mercenarias, ya decaídas, pero
               que fueron durante mucho tiempo el sostén —y el peligro— del  Reino.  Al principio se
               redujeron a los  Voluntarios de la  Fe; luego se acrecentaron con los rebeldes y los
               descontentos de los sultanes africanos: gente tosca, altanera, permanentemente
               descontentadiza y muy propensa a asonadas y a pronunciamientos. Su comandante había
               de ser esencialmente fiel; mi tío resultaba el más idóneo con creces.
                     (Yo oscilaba entre admirarlo más por su gallardía y su valor, o por su fidelidad.) A esos
               turbios soldados los  cristianos  solían llamarlos los gomeres, y ellos  dieron su nombre al
               palacio de las recepciones.
                     El ejército de los andaluces —desde el Algarve a la Ajarquía habían acudido todos a
               la convocatoria del emir— inauguró, con su animación y su gracia de siempre, la primera
               jornada del alarde. A su cabeza, Aliatar, el alcaide de Loja, el anciano más garrido y más
               amado del Reino, el padre de Moraima, que había de ser mi esposa y yo aún no conocía. Lo
               recuerdo a caballo, erecto lo mismo que un alminar, arrogante y de blanco, besuqueándole
               el viento el  rapacejo de su almaizar.  Se aproximó al estrado.  Mi padre, sobre un caballo
               negro azabache, ante  tres alazanes de respeto que sostenían por la brida tres esclavos
               negros, le dio la bienvenida con los ojos.
                     Aliatar se inclinó para  besarle la rodilla.  Mi padre lo contuvo y lo abrazó con gesto
               cariñoso.
                     El ejército estaba al mando de los  amires o generales, que conducían las grandes
               banderas, cuyo contingente era de cinco mil soldados. Bajo ellos, los caídes, que mandaban
               las pequeñas banderas, de mil hombres cada una; después, los estandartes, de doscientos
               hombres; las banderolas, de cuarenta, y los banderines, de ocho cada uno.  Las telas de
               colores brillantes cantaban y gallardeaban con la brisa.
                     La multitud vitoreaba a los caballeros, excitada y contenta de pertenecer a un reino
               que poseía tan hermosos caballos, tan ágiles jinetes y tan disciplinadas compañías.  Los
               caballeros andaluces procedían de las distintas ciudades y, dentro de ellas, de barrios o de
               tribus diferentes, cada cual con su enseña y sus guiones. Sus paisanos eran los fervorosos
               cantores de sus glorias, los incesantes ponderadores de sus méritos, y apostaban con los
               de otros lugares a quién correspondería la mayor perfección en el desfile.
                     Tras los andaluces, la mezcolanza de pasos, teces y  músicas de los gomeres.
               Después, la guardia personal del sultán, la más rígida y respetada de las formaciones,
               constituida  por renegados de origen cristiano, con túnicas blancas y capotes negros.  Y
               detrás de ella, los monjes guerreros, que habitaban en ermitas fronterizas, o en morabitos
               dedicados a algún santo o un mártir. Los asistentes enmudecieron ante su aire huraño, su
               aspecto descuidado y polvoriento, el fanático brillo de sus ojos, y  el modo desatento y
               soberbio con que gobernaban sus cabalgaduras...
                     Junto a mi tío, que me daba noticia de las hazañas de cada cual, de la tribu a que
               pertenecía y de la gloria de sus antepasados, yo los unía a todos dentro de mí con lazos
               casi de sangre, como una familia construida por el compañerismo y la admiración mutua.
                     No sólo se acrecentaba cada mañana la multitud de  los espectadores, sino  que
               parecía acrecentarse la de los que habían de desfilar ese mismo día o en otros sucesivos.
                     En cada grupo rompía primero la  caballería pesada o de línea; después, la ligera;
               luego, la infantería de ordenanza, seguida por los espingarderos, en proporción de uno por
               cada diez lanzas, y por los carros que transportaban la artillería gruesa y la menuda.
                     —Ése es el secreto de la victoria en las guerras futuras —decía mi tío—, pero tu padre
               se inclina más hacia lo más vistoso: la caballería, las trompetas, los atabales, los infantes. O
               sea, por el alarde. Ahí está, y es preciso, qué le vamos a hacer.
                     Cada grupo lo cerraban los cautivos que empujaban arietes, catapultas, manteletes y
               castillos de asalto. Y era tal el conglomerado de ropas, banderas, lienzos, capas ondulantes,

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