Page 78 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               ancianos, de mujeres, de niños, de bienes y destrozos. El gentío que ocupaba las zonas
               más altas intentaba bajar a sus hogares, y el que estaba abajo intentaba subir, ante la
               crecida de las aguas, a los puntos más elevados, con lo que se suscitaban sangrientos
               conflictos, en una lucha descarnada y pavorosa por la supervivencia. La avenida desbordó
               el  Darro en la  ciudad, y su impetuosa corriente arrasó  casas, tiendas, mezquitas,  las
               alhóndigas que se le oponían. Se derrumbaron los edificios más sólidos, y de los puentes no
               quedó sino el arranque de los arcos. Los árboles desarraigados se apilaron cegando la luz
               del puente mayor, y, contrariado el furor de las aguas, éstas invadieron barrios, comercios y
               viviendas. La tromba arrasó los cementerios, deshizo tumbas, desenterró cadáveres. Entre
               truenos, relámpagos y rayos, naufragaba Granada bajo una maldición indescriptible...
                     Hasta que  Dios, compadecido de ella y de sus moradores, abrió paso a las aguas
               destructoras por cauces, calles y puentes, y las forzó a salir fuera de las murallas. Al día
               siguiente,  amainadas las asesinas, se contaron los daños incontables.  La avenida
               sobrepasó los tejados de las casas de la ribera. Miles de familias habían perdido padres,
               hijos, hogares y parientes.  La riada y la lluvia habían inundado y destruido cuanto se
               interponía en su camino, y anegado la Gran Mezquita, las calles del comercio, la alcaicería,
               los zocos de los herreros, de los silleros, de los joyeros, de los alcorqueros. El río había
               asolado almunias, alquerías y almazaras.
                     Todo se había perdido.  Todo era desolación y escombros.  La ciudad aparecía
               engullida y hecha trizas por la catástrofe; el luto se había instalado como un sultán siniestro
               sobre ella.  En los aires ya límpidos se cernían, formando negras coronas, las aves
               carroñeras.

                     Yo, sin embargo, guardo de aquel día un recuerdo muy especial.
                     Cegado por las cortinas de agua, después de haber tratado de localizar a mi tío y a
               mis hermanastros, separado a empellones de Yusuf, desperdigada toda la familia real como
               un terrón de azúcar que se deslíe en un vaso de líquido, corrí sin saber hacia dónde, y, en
               lugar de introducirme como hicieron los otros en el recinto de la Alhambra a través de la
               Puerta de los Pozos, me forzaron a descender camino de la Explanada, y, presionado por la
               gente que chocaba entre sí, fui conducido hacia el barrio de los mauritanos, o quizá hacia el
               de los antequeranos.
                     Avanzaba sin poner los pies en el suelo, y, en un momento en que se descongestionó
               algo la multitud, me vi extraviado por unas callejuelas tortuosas que nunca había recorrido
               antes. Escuchaba los alaridos del pueblo que, desdichado y anónimo, tropezaba conmigo
               sin hacerme caso, y, al volverme para tratar de orientarme por las torres de la Alhambra,
               que desde aquel lugar no divisaba, choqué contra alguien que me pareció una muchacha
               muy joven.
                     El cielo estaba de color alquitrán,  y era como de noche.  Vi su cara  a la luz de  un
               relámpago, o vi sus ojos sólo. El trueno que siguió fue tan aterrador que la muchacha se
               lanzó a mis brazos. Yo la apreté contra mí porque era el primer ser humano no hostil, el
               primer ser individualizado que sentía desde que comenzó el diluvio.  Permanecimos unos
               instantes —los interminables que duró el trueno— abrazados.  El agua, que nos llegaba
               hasta las rodillas, nos empujaba calle abajo. Ella tiró de mí. Me hizo entrar en una casa unos
               pasos más allá, en la misma dirección de la corriente. Yo, descalzo, deduje que atravesaba
               un zaguán terrizo, un patio oscuro hacia la izquierda y el arranque de una escalera muy pina
               y muy estrecha, por la que subimos. Llegamos a un mirador, o a un palomar.
                     No se veía: la falta de luz y las aguas torrenciales lo impedían. La mujer se dejó caer
               al suelo, y yo, tanto por agotamiento cuanto por no estar de pie en la tiniebla, también. Casi
               caí sobre ella. Olía a especias y despedía calor. Imaginé que de sus ropas brotaba un vapor
               tenue. Se oyó un aleteo de palomas azoradas. Yo pensé: ‘Todos somos palomas azoradas’.
               La muchacha, temblorosa, me oprimió con fuerza, o mejor, se oprimió contra mí, y luego
               inesperadamente me besó con voracidad, como si le fuera en ello la vida. Los labios, las
               mejillas, los ojos, la nuca.  Sus manos recorrían mi cuerpo; se clavaban en mi carne sus
               dedos. Tuve la intención de levantarme y huir, pero ¿adónde?  El agua chapoteaba en el
               tejado; se vertía igual que una cascada entre los postes que lo sostenían. La muchacha se
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