Page 83 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               más que ninguna otra  cosa.  Fingí  que me olvidaba de él  y de su nombre: qué difícil de
               engañar es uno mismo; porque iba a todas las fiestas a que se me invitaba con la recóndita
               intención de verlo.  Entretanto, mi madre insistía en sus advertencias cada vez más
               ominosas, y me reprochaba que disipase mi tiempo —’igual que tu padre’— en músicas y
               zambras. Nuestras tropas sufrieron la derrota de Montecorto, que ensombreció aún más a
               los habitantes de Granada; sin embargo, los rondeños lo habían recuperado, lo cual alegró a
               todos menos a mí, que procuraba olvidar a Jalib, y por momentos lo conseguía, o al menos
               de eso intentaba convencerme; pero me recordaba con demasiada frecuencia  que debía
               olvidarlo. Pronto el capitán Ponce de León se vengó de los rondeños destruyéndoles la torre
               del  Mercadillo, cosa que echó por tierra, con la torre, la leyenda de inexpugnabilidad de
               Ronda. Lo irrompible ya se resquebrajaba.
                     Mi boda con Moraima me ayudó a separarme de las fiestas y me concentró en ella. Yo
               me di por curado; canté victoria demasiado pronto.  Mi madre se desesperaba  entre las
               ‘locuras sexuales’ de mi padre y las mías.
                     —Si alcanzo a saber hasta qué punto ibas a enamorarte de Moraima, nunca hubiese
               consentido  en tal boda.  Los nazaríes de  Granada tienen  que pasarse la vida mirando al
               enemigo. Ya que tu padre ha perdido la vergüenza, hazte tú con el trono. Nuestros súbditos
               quieren ser protegidos, no desdeñados.
                     Sus espías le traían noticias muy graves, algunas de las cuales pasaban al dominio
               común.  La tregua llegó a su fin, y se avecinaban los peores años  desde hacía mucho
               tiempo. El poder de los cristianos se afirmaba: la guerra con Portugal terminó con el tratado
               de  Alca&obas por el que se reconoció a  Isabel reina de  Castilla; murió el padre de don
               Fernando, lo que le convirtió en rey de  Aragón; sus fuerzas, reunidas, eran  capaces de
               producirnos un daño irreparable; y los nobles dueños de las tierras  que nos rodean, al
               percibir la autoridad creciente de la corona, se sometieron y se  vincularon a ella.  Había
               terminado, pues, el tiempo en que los señores, divididos, nos permitían hacernos ilusiones.
               Nada tenía remedio, y todos lo sabíamos.
                     Los informes recibidos por mi madre ennegrecían aún más la situación. Según ellos, el
               Papa de Roma, supremo poder de los cristianos, había remitido a los reyes de Castilla y de
               Aragón la orden de terminar con nosotros.  Agobiado por el poder amenazador del  Gran
               Turco al otro lado del Mediterráneo, quería que acabase de una vez la amenaza continua —
               tan débil, no obstante— de  Granada, que, aliada con los africanos, podía constituir otro
               peligro en el extremo occidental.
                     ‘No me da la gana verme como una nuez dentro de un cascanueces’, les había dicho.
                     Por otra parte, el designio del rey  Fernando y el procedimiento que iba a emplear
               quedaron al descubierto.  Años atrás, cuando él era aún heredero  de  Aragón, prometió
               ayuda para conquistar el trono de Granada al príncipe de Almería Ibn Salim Ben Ibrahim al
               Nagar que, por ser hijo de Yusuf Iv tenía a mi rama por usurpadora. Era un pleito latente,
               que la astucia del cristiano pretendía resucitar para salir ganancioso de nuestras disidencias.
               Con la ayuda cristiana, los señores de  Almería, padre  e hijo —el  príncipe  Yaya—, se
               comprometían a reverdecer sus aspiraciones al trono de Granada y a lanzarse a una lucha
               fratricida contra  nosotros.  En cambio, se reconocerían vasallos de  Castilla, y,  como
               contraprestación a los recursos suministrados, entregaban la ciudad de Almería.
                     Para cubrir las apariencias ante sus súbditos, los reyes cristianos habían de simular un
               bloqueo por mar y un ataque por tierra a la ciudad. No sé por qué, de lo que me contaba mi
               madre deduje que Husayn no era ajeno a este enredo.
                     Ignoraba —y no quería aclararlosi estaba del lado de Ibn Salim o del nuestro, o acaso
               del de nadie que no fuese él mismo; pero presumía que era él quien le suministró la noticia
               de estos pactos  secretos a mi  madre, que parecía  tenerlo en  gran estima y que
               continuamente me recomendaba su amistad y su ejemplo.  Supongo que yo, para ella,
               resultaba demasiado poco ambicioso y demasiado desentendido de lo que en torno mío se
               fraguaba. Y así era: yo veía la vida como desde el centro de un torrente, distorsionada y
               girando a mi alrededor; absorto en lo mío, sin que me quedaran ojos para lo que, lejos de
               mí, ocurría. Yo era el protagonista de mi vida (o eso juzgaba, lo fuese o no; ahora pienso
               que no lo era en absoluto, como nadie lo es), y no veía a los demás —ni siquiera a Jalib,
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