Page 82 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Durante el mes de junio vino de Almería Husayn. Desde aquella noche en su casa, tan
               desigual para los dos, había mantenido con él un trato muy somero. Ahora ascendía en una
               rápida carrera de secretario. Dio una fiesta para Yusuf y para mí. Yo comprendí que nos
               halagaba como hijos del sultán, y que sus atenciones eran bastardas; pero fui. En aquella
               zambra cantó, entre otros, el muchacho al que yo dedicaba mis versos; sin embargo, me
               pareció inferior al objeto de ellos, como les acaece a menudo a los poetas vanidosos. Lo
               encontré vulgar y gris. Ni sus ojos eran tan grandes, ni su mejilla tan florida. No cesaba de
               sonreír, y al parecer contaba con la simpatía de todos. Comprobé que su voz había perdido
               la nitidez de las voces infantiles, y aún no estaba afirmada. Sin duda, eso fue lo que me
               produjo la impresión de falta de limpieza cuando lo oí junto a la alberca.
                     —Canta como una gallina clueca —comenté—. ¿Quién es?
                     —Ya lo conoces —me repuso Husayn—. Es Jalib, el que cantó la noche en que se
               inició nuestra amistad. Entonces era un niño.
                     Ahora ha abandonado la fragua de su padre, y canta por las fiestas de la corte. Me
               extraña que no hayáis coincidido —y, con cierta malicia, agregó—, ¿o sí habéis coincidido?
               Parece que te mira de un modo algo especial.
                     —Ni he coincidido —contesté heladamente—, ni me gustaría coincidir. ¿Cómo has
               dicho que se llama?
                     —Jalib.
                     —Pues dile a Jalib que se calle. Mejor hará llenando nuestras copas. —Sentía una
               sorda e injustificada irritación contra el muchacho que iba de fiesta en fiesta, y  no logré
               disimularla—.
                     Es provocativo y engreído. A la gente que sólo sirve para divertirnos hay que ponerla
               en su lugar.
                     —¿Y cuál es su lugar? —me preguntó riendo Husayn.
                     El muchacho concluyó de cantar:

                     “Si vieras cómo es de guapo el mozuelo que yo quiero.
                     Tiene unas largas pestañas semejantes a saetas, y, en los labios, una rosa; pero no
               alargues la mano: con la boca hay que cortarla”.

                     Se acercó jovialmente a servirnos con una jarra de cristal.
                     Noté un vacío en el pecho: el aire me faltaba. Tendí mi copa mirando hacia otro lado,
               desdén que cortó la rosa y la sonrisa de su cara.
                     —Para volver a cantar —le advertí—, deja pasar un par de años.
                     Ahora no tienes ya la voz de niño, y todavía no la tienes de hombre.
                     —Como mandes, señor. No volveré a cantar hasta que tú lo mandes.
                     Al verter el vino, había salpicado la mesa.
                     —Has manchado el mantel.
                     —El vino derramado es presagio  de alegría  —murmuró, y su sonrisa renació en la
               comisura de los labios, curvados hacia arriba con delicada gracia.
                     —Un criado ha de servir el vino, no la alegría de los invitados.
                     ‘¿De qué me estoy defendiendo, y tan mal?’, me preguntaba.
                     Le reclamaron de otro grupo, y se alejó en silencio. Bromeaban con él, lo acariciaban.
               Era muy querido por todos, según pude observar. Él repartía besos con gentileza, amable y
               dadivoso de sí mismo.  Sentí una punzada que no había sentido nunca antes, y una
               devastadora ira también. No era amor, desde luego. ¿O era amor?
                     Los días y las noches se acumularon sobre mí sin otro propósito que el inexplicable de
               encontrarme de nuevo con el joven cantor, o copero, o lo que fuese. Se deslizaban en torno
               mío los acontecimientos sin dejar  huella, ni rozarme apenas.  Yo quería encontrarme con
               Jalib, pero sin provocar el encuentro, sin confesarme siquiera a mí mismo que lo deseaba
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