Page 84 - El manuscrito Carmesi
P. 84

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               para mi desgracia—, ni sus ideas, ni sus preocupaciones, sino a través de las mías.  Es
               decir, me hallaba separado del mundo por un cristal oscuro, que era mi obsesión enfermiza
               por Jalib.
                     Aún hoy me cuesta trabajo convencerme de que una y otra cosa fueron reales: yo era
               la diana de las ilusiones y los odios ajenos, y se me erigía en la esperanza del Reino, siendo
               así que perdía, cada vez con mayor celeridad, mi propia esperanza.
                     —La situación está planteada con mayor evidencia que nunca —repetía mi madre—.
               En la historia de la Dinastía nunca se ha alcanzado tal límite. Tu padre se enreda más y más
               en los brazos de la ramera; ella da por descontado que un hijo suyo lo heredará; en
               Granada se respira el aire de la sublevación: yo tengo muy hecha a ese olor la nariz.  El
               trono lo tendrá que ocupar alguien que pese de veras sobre él. O lo ocupas tú ahora, o lo
               conquistarán los de  Almería.  O acaso se anticipe,  contra ti y contra ellos y contra los
               cristianos, tu tío Abu Abdalá.
                     —Eso es quizá lo mejor que podría sucederle a Granada. Tú misma has dicho que
               sería un buen rey.
                     —Lo sería; pero aquí estoy yo para impedirlo. Es mi sangre la que tiene que reinar en
               Granada.
                     No quiero volver a oírte, ni en broma, esa majadería.
                     No sabía ella hasta qué punto hablaba en serio yo.

                     Finalmente, una noche, entre los asistentes a una zambra, descubrí a  Jalib.  Había
               crecido.
                     Estaba más moreno que la última vez. Retrocedí de pronto todo lo que por la senda
               del olvido había adelantado. Hube de ocultar un temblor que me sacudió de arriba abajo. Me
               castañeteaban los dientes. Cuando me serené, me hice el encontradizo con él.
                     —Hace tiempo que no te veía.
                     ¿O me equivoco?
                     —Estuve en Almería, señor.
                     —Con Husayn.
                     —Sí, señor.
                     —¿Qué tienes tú con él?
                     —Nada, señor; pero, como te disgusto, él me invitó a su casa.
                     —¿Me disgustas? —pregunté en un sollozo—. Tengo que verte a solas.
                     —¿Para qué, señor? —me sonreía—. ¿Para continuar riñéndome?
                     Lo llevé cerca de un quiosco en medio del jardín.  Sin darle explicaciones, lo besé
               apasionadamente. Todos los besos que había imaginado darle en mi soledad se los traté de
               dar en uno solo.
                     Jalib, sorprendido, respondió con la misma lejana condescendencia con que
               correspondía a los cariñosos besos de los otros.
                     —¿Es que amas a Husayn?
                     —No amo a nadie, señor.
                     Estaba claro como el sol. Y, sin embargo, para mí no lo estaba.
                     —¿A mí tampoco?
                     —Si quieres, te amaré. Tú eres quien manda.
                     —Es que no deseo que me ames porque yo sea quien manda.
                     —¿Cómo entonces, señor?
                     —Como yo te amo a ti.
                     Lo acariciaba con tanto ímpetu como si lo golpease. Lo estrechaba furioso entre mis
               brazos, a los que él, sin resistencia, se abandonaba.


                                                              84
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   79   80   81   82   83   84   85   86   87   88   89