Page 85 - El manuscrito Carmesi
P. 85

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Una sombra cruzó sus ojos, que me parecían lo más precioso que había visto en mi
               vida.
                     —¿Me amas, y eres duro conmigo?
                     —¿No te das cuenta  de que, si dejase escapar una  sola palabra benévola, te
               inundaría con mi amor?
                     He de estarme ante ti con las manos delante de la boca, para evitar que por ella salga
               mi alma y te asuste.
                     Envuelto en mi ofuscación, no  comprendía yo que él, ausente de  Granada, no  me
               habría recordado siquiera. Hirviendo en el jugo de mi amor y de mi desamor, no echaba yo
               de ver que nuestros  caminos, durante los meses en que no lo vi,  habían lógicamente
               divergido. Y pretendía, en un instante, ponerlo al tanto de lo que ni yo mismo comprendía.
                     —Tú eres mi pan de Egipto.
                     —¿Qué es eso?
                     —Un pan por el que se pasa la noche entera en vela, y no puede comerse.
                     Se echó a reír con sencillez:
                     —Pues cómeme, señor.
                     —No así, no así. Yo quiero ser también tu pan de Egipto.
                     —El pan hay que amasarlo antes, y echarle levadura,  y cocerlo, y  esperar que se
               enfríe.
                     Tenía razón. El que no ama siempre tiene razón: es lo único que tiene. Me despedí de
               él aparentando haberle gastado una broma, y me prometí apartarlo de mi corazón y de mi
               mente. Fui incapaz de cumplir mi promesa.
                     Nada hay más sencillo que poseer un cuerpo, y nada tan complicado como poseer un
               alma: un alma que ni siquiera se niega a ser poseída, sino que simplemente está mirando
               hacia otra parte, o no mirando nada. El enamorado es igual que un faquir de los que vienen
               desde la India a exhibir sus artes en el zoco: se acuestan sobre clavos, devoran fuego, se
               traspasan con espadas puntiagudas y, en apariencia, continúan ilesos.  Yo continuaba en
               apariencia ileso, pero me hallaba moribundo.
                     El día en que me acosté con Jalib por vez primera había visto a mi padre acariciar en
               público a Soraya; encendido por ella, sus ojos incandescían de lubricidad.
                     Se retiraron antes de que la fiesta concluyera, porque a mi padre le urgió la posesión
               de aquel cuerpo que se le ofrecía, pero que no correspondía a su deseo. Sentí pena de él, y
               de mí. Busqué a Jalib con desesperación. Lo hallé en la casa de Husayn, al que no le ligaba
               más relación que la de la servidumbre, aunque los celos no cesaban de martirizarme. Lo
               llevé conmigo sin decir una palabra. Y lo tuve. ¿Lo tuve? Él respondió con cariño y docilidad
               a mis caricias. Me entregó cuanto podía entregarme. Como lo de Soraya, lo suyo no era
               amor, y no lo iba a ser nunca. Era dejarse poseer por mi ansia, igual que se deja comer el
               pan. Pero para mí sería siempre el pan de Egipto.

                     A partir de esa noche se materializaron mis tormentos. La soledad del que está solo
               no es la peor, porque aún le queda la esperanza; pero a la  soledad del que está
               acompañado por quien no le corresponde, sólo le queda la desesperación. No es posible
               conquistar a quien ya es nuestro, a quien nos obedece con sumisión y afecto, pero con un
               afecto que no es equiparable al que nosotros requerimos. El amor seguramente no es más
               que un deseo, y el placer seguramente no es más que un alivio del dolor que ese deseo nos
               produce; pero cuando el deseo no se sacia, sino que se multiplica, el dolor, en lugar de
               calmarse, crece hasta hacerse irresistible. Es una hidropesía en la que el agua da más sed;
               en la que se bebe a conciencia de que es en vano todo, y de que el mal está dentro del
               hidrópico mismo, y de que hasta el beber es ya también un daño, quizá sólo inferior al que
               nos produciría el no beber.




                                                              85
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   80   81   82   83   84   85   86   87   88   89   90