Page 73 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               olor y de su suciedad; de su rechazo de los  baños como pecaminosos; de  sus vestidos,
               pardos y rudos, como  para estar de continuo en campaña y confundirse con su árido
               paisaje; de la dureza que persiste en sus gestos hasta cuando pretenden ser amables, y en
               sus ropas  hasta cuando pretenden imitarnos aligerándolas.  Pero a mí nunca me han
               parecido inamovibles tales afirmaciones.

                     A la mañana siguiente El Maleh me condujo al Salón de Embajadores. Me situó en el
               habitáculo del centro, a la derecha y detrás del lugar regio, para que pudiera atisbarlo y oírlo
               todo. Tras las cristaleras se divisaba, vibrante, un Albayzín fantástico, pintados sus blancos
               por los  colores del  cristal.  La  corte, fastuosa y resplandeciente,  se extendía según el
               protocolo hasta los rincones del salón. El artesonado de los Ocho Cielos, arriba, era lo único
               inmóvil y mudo. Yo me entretuve mirando un ánfora dentro de la taca de la izquierda, según
               se entra desde la Sala de las Bendiciones.
                     Fresca y bella, aislada y perfumada, como una dádiva de la naturaleza incrustada en
               aquel minúsculo templo. Contemplaba el techo de la taca de madera labrada, su piso de
               mármol, sus mínimas paredes de cerámica y de estuco; palpitaba a mis ojos el alicatado
               blanco y negro, y casi no percibía el filo verde, ni las yeserías que semejaban mármol en la
               fría mañana...
                     Desde el gran arco se esparció un murmullo entre los asistentes: mi padre entraba. Se
               iluminó el salón con su presencia. ¿Me miró al acercarse? En cualquier caso, no me vio. Se
               sentó con una dignidad imposible de adquirir. Sobre los almohadones, era una inasequible
               pirámide de oro y seda.  A través del encaje de las ventanas que  coronan las alcobas,
               penetraba el día con su luz plateada. Yo había empezado a leer en la cornisa más próxima
               los versos de Ibn al Yayab:

                     “Desde mí te dan albricias, al orto y al ocaso, las bocas de la dicha, de la amistad y el
               gozo”.

                     Y pensé que, a pesar del lujo que lo disfrazaba, aquello era como el campamento de
               una tribu nómada: la  cercanía del oasis representado por la alberca del patio con sus
               arrayanes, las pequeñas jaimas confluyendo hacia la alcoba del sultán, la cúpula inmensa
               en  que se reflejaba el cosmos y  los símbolos celestes.  Ibn  Jaldún se avergonzaría al
               comprobar hasta dónde habían decaído las virtudes beduinas: si hicieron esto con su vigor
               nativo, con su desarraigamiento y con su arquitectura de tapial, ¿qué quedaría de sus
               ideales, de su austeridad y de su fe?
                     Cuando aparecieron los cristianos me imaginé que ellos se hallaban más cerca que
               nosotros de aquellas antiguas costumbres. Y me estremecí; pero seguí leyendo:

                     “Arriba se despliega la cúpula excelsa; nosotras somos sus hijas; no obstante,  me
               cabe a mí  más gloria y  más honor, porque soy el corazón y ellas los miembros, y del
               corazón sacan su fuerza el alma y el espíritu”.

                     Los cristianos se inclinaron en una sola reverencia, y mi padre les mandó alzarse con
               un gesto de los dedos. Lo vi destelleante y único como el sol.

                     “Si mis hermanas son los signos  del  Zodíaco, en mí y no en ellas  es donde el sol
               esplende” —decía, en efecto, la inscripción—.
                     “Mi señor  Yusuf, valido de  Dios,  me ha revestido con galas de honor y de honra
               incomparables.
                     Me convirtió en el Trono del Reino, cuya gloria custodian, por la luz, el Asiento y el
               Trono celestiales”.



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