Page 18 - Tito - El martirio de los judíos
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estaba vencido, pero sólo podía caminar cojeando, temiendo que la
herida se infectase y que toda la pierna, y luego el cuerpo entero, se
acabaran pudriendo.
Pues la rebelión de los judíos podía extender su ponzoña por todo
Oriente.
Los había en todas las ciudades.
En la propia Roma, varias decenas de miles de ellos vivían en los
barrios de la orilla derecha del Tíber.
Quienes los odiaban estaban aprovechando la insurrección de Galilea y
Judea contra Roma para insultarlos, perseguirlos, asesinarlos.
Los despreciaban y acosaban en Roma. Los masacraban en Antioquía,
tercera ciudad del Imperio. Los expulsaban de Cesarea, el gran puerto
de Galilea.
El prefecto de Alejandría, Tiberio Alejandro, un judío apóstata, había
dejado que los habitantes y sus legionarios mataran a cincuenta mil de
ellos.
El orden imperial estaba alterado en todas partes.
Me hallaba en Grecia junto a Nerón cuando dichas noticias le llegaron.
Vi cómo se le contraía su cara abotagada, cómo la decepción, el miedo y
la ira le deformaban los rasgos.
Esa rebelión judía y sus consecuencias empañaban sus triunfos como
actor y le impedían caminar a la cabeza de sus legiones tras las huellas
de Alejandro.
Se encolerizó.
Había que someter a ese pueblo insurrecto, reconquistar las ciudades de
Judea y de Galilea, acabar con esa Jerusalén orgullosa donde antaño
Herodes, el rey de los judíos, había mandado edificar un templo, macizo
como una fortaleza, para honrar al dios de su pueblo, el invisible y
único, que era considerado más grande que todas las divinidades de
Grecia, de Roma y de Oriente.
Nerón encomendó a Vespasiano el restablecimiento de la paz romana en
todas partes.
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