Page 22 - Tito - El martirio de los judíos
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ningún viento podría arrancar ni romper. Era un general de cincuenta y
                siete años con silueta y andares de centurión.

                Tito ya tenía ese aspecto con treinta años menos: espalda ancha y
                muslos y pantorrillas musculosos. Pero la mirada y el rostro de aquel
                soldado eran los de un ser sutil, no sólo astuto y retorcido como hombre
                que ha aprendido de la guerra todas las argucias humanas, sino como
                hábil y sensato estratega que ha debido hacer frente a sus enemigos en
                los campos de batalla, pero también en las salas del palacio de Nerón,
                donde a la crueldad de la guerra se añadían las perfidias y las intrigas
                de rivales y cortesanos.

                Eso se podía leer en su rostro, que nada tenía de los rasgos paternos y
                probablemente mucho de su fallecida madre Domitilia, de quien me
                habían elogiado una belleza y unos encantos a los que había recurrido
                con mucha frecuencia antes de casarse con Flavio Vespasiano.

                Pensé en aquella mujer al ver a Tito tumbado en la cabina que ocupaba
                debajo de la plataforma de mando. Echó con un movimiento de la
                cabeza a los dos jóvenes que estaban sentados a sus pies como perros
                amaestrados.


                Se incorporó, cruzó las manos detrás de la nuca, acompasando su
                cuerpo al balanceo de la galera.

                La tormenta invernal que nos había estado zarandeando durante tres
                días amainó, la marejada se fue espaciando, las olas perdieron
                agresividad y el mar se adormeció bajo una lluvia que, apenas decayó el
                viento, había anegado el cielo y cerrado el horizonte.

                Tito siguió con la mirada a los dos depilados que salían de la cabina.


                —No amas el placer, Sereno —dijo—, o sea, que no amas la vida. Quizá
                creas en la resurrección, como determinados locos orientales. En Roma,
                los delatores afirmaban que Séneca, el estoico, se había convertido en
                discípulo de Cristo. ¿Perteneces a esa secta judía?


                Sonrió apartando las manos.

                —¿Qué sabes de los judíos? Me han dicho que adoran en sus templos
                una cabeza de asno, que engordan a niños griegos y romanos para
                degollarlos y zampárselos el día de su festividad.

                Se llevó las manos al sexo haciendo una mueca. —Y esa ocurrencia de
                hacerse cortar la punta del falo, de circuncidarse… ¿así es, no?


                Se inclinó hacia mí.

                —¿No estarás circuncidado, Sereno?







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