Page 25 - Tito - El martirio de los judíos
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—¡Todo esto es de Roma! —murmuró.
Adiviné la isla de Faros y su fanal blanco, luego los edificios del emporio
alineados a lo largo de los muelles del Puerto Grande. Vi las cúpulas del
Museo y de la Biblioteca, las columnatas del palacio real y, más allá,
entre tanta construcción amontonada, los altos muros del Gran Circo
hacia el cual parecían converger las anchas avenidas que cuadriculaban
la ciudad.
La galera seguía deslizándose. Los remos parecían hundirse sin
esfuerzo en un agua reluciente en el que la roda abría un ancho surco
que se iba dilatando hasta perderse, no dejando sino algunas ondas
irisadas por el sol poniente.
—Alejandro, César… —repitió Tito varias veces.
Se volvió hacia mí y colocó ambas manos en mis hombros. Era más bajo
que yo, tan joven todavía, apenas veintisiete años, y yo con cincuenta me
inclinaba ante él, lo escuchaba como si fuera mayor que yo y me
dominara con sus conocimientos, su sabiduría y su estatura. Era el
representante de Roma. Llevaba la espada de su poderío. Mandaba en
los legionarios. Roma lo engrandecía.
—La ciudad de Alejandro se ha convertido en la de César —prosiguió
Tito.
Se apartó, se asomó por encima de la roda y luego se dio la vuelta.
—Ve a ver a los judíos de Alejandría, Sereno. Recuérdales cuál es la
voluntad de Roma. Diles que vamos a devastar Galilea y Judea y que su
pueblo tiene una única salida: el sometimiento a Roma. ¡Que envíen
mensajeros a Jerusalén, que hagan entrar en razón a esos locos que se
han alzado contra las legiones!
Me dio una palmada en el hombro.
—Si no, los judíos de Judea y de Galilea habrán padecido en vano, pues
acabarán vencidos y muertos. ¡Y sólo se recordarán las victorias de
Vespasiano, de Tito y la gloria de Roma!
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