Page 24 - Tito - El martirio de los judíos
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protestaban, y en el mercado alto de Jerusalén sus legionarios habían
matado a más de tres mil judíos, algunos de los cuales eran ciudadanos
romanos. Habían degollado a niños, violado a mujeres, y la propia reina
Berenice, que, descalza y con la cabeza rapada, había suplicado a Gesio
Floro que detuviera aquella masacre, fue insultada, amenazada de
muerte, y tuvo que huir y refugiarse en su palacio bajo la protección de
su guardia.
Eso era lo que yo sabía de los judíos.
Tito permaneció en silencio, medio tumbado sobre su litera, sin dejar de
mirarme, como si esperara que siguiera declarando.
Entonces le confié lo que había querido callar: que el pueblo judío, el
más religioso de los pueblos, esperaba la venida de un mesías, un
enviado de su dios, Yahvé. Y que algunos de ellos lo habían reconocido
en la persona de Cristo, quien había sido crucificado, a petición de los
sacerdotes judíos, por el gobernador romano Poncio Pilatos, siendo
Tiberio emperador.
No dije que rezaba a Cristo.
Tito se levantó. Al ser de corta estatura, podía mantenerse de pie en esa
cabina de techo bajo. Iba y venía, con las manos a la espalda, el cuerpo
levemente echado hacia atrás, lo cual resaltaba su tripón. Se detuvo y se
inclinó hacia mí:
—Nerón ha destituido a Gesio Floro y a Cesio Galo —refunfuñó.
Luego se incorporó, se cruzó de brazos y añadió con fuerza:
—Los representantes de Roma pueden cometer injusticias y crímenes. Y
sus faltas deben ser castigadas. Pero Roma jamás debe ser acusada por
los pueblos a los que ha vencido. Roma no puede aceptar ser juzgada y
combatida. Los pueblos que se alcen contra ella deben ser castigados.
Los que se obstinen tendrán el destino de los esclavos de Espartaco. Tú
sabes cuál fue, Sereno. Yo también he leído la Historia que escribió tu
antepasado. Si no piden perdón, si no deponen las armas, los judíos
acabarán muertos o esclavizados, expulsados de su reino, dispersados.
Perderán sus tierras; sus templos y ciudades quedarán destruidos. Ése
es el derecho de Roma, y nuestro deber es hacer que triunfe.
Tito me miró de hito en hito, ladeando levemente la cabeza, como para
cerciorarse de que había entendido sus palabras; luego me agarró el
brazo con brusquedad y me arrastró fuera de la cabina hacia la proa de
la galera.
Al final del mar, ahora absolutamente en calma, en el horizonte dorado
del crepúsculo, divisé Alejandría. Tito clavó sus dedos en mi hombro.
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