Page 27 - Tito - El martirio de los judíos
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Alejandro, que subió a bordo de nuestro trirreme poco después de que
                hubiese atracado en el muelle del emporio, en el Puerto Grande.

                Me impresionó aquel hombre de rostro huesudo y afilado como la hoja
                de una espada que, al preguntarle Tito por el nombre de algún
                dignatario judío con quien pudiese entrevistarme para que transmitiera
                a sus correligionarios de Jerusalén las voluntades de Roma, hizo una
                mueca de desprecio y amargura.


                —Ben Zacarías, ése es el hombre al que Sereno debe ver. Sus naves
                siguen transportando mercancías procedentes de Persia y de todo
                Oriente. Hacen escala en Tiro, en Ptolemais, en Cesarea, en Jope. Sus
                caravaneros recorren Judea, Samaria, Galilea, desde el mar Muerto
                hasta el lago de Tiberíades, antes de alcanzar Damasco y seguir hacia
                Persia. Ben Zacarías está mejor informado de la situación en Oriente
                que el prefecto de Egipto, con el que estáis hablando. Y hasta puede que
                sepa más de la guerra en Judea y Galilea que el propio procurador.


                Se expresaba con inquina.

                Tiberio Alejandro había renunciado a la fe judía de su padre y de sus
                antepasados, gracias a cuyas suntuosas donaciones pudo construirse el
                Templo de Jerusalén.


                —Ben Zacarías condena la rebelión —prosiguió Tiberio Alejandro—.
                Pero es judío y está orgulloso de serlo. En el fondo comprende y hasta
                puede que admire la rebelión de esos sicarios, de esos zelotes que su
                razón e interés condenan. Jamás lo he oído pronunciar una palabra
                contra Juan de Gischala, Eleazar, Simón Bar Gioras y todos aquellos que
                atacaron a nuestras cohortes y masacraron a los legionarios, a quienes
                sin embargo habían prometido perdonar la vida. Han prohibido que,
                según la tradición, se celebren dos sacrificios diarios en el Templo de
                Jerusalén en honor del emperador. Ben Zacarías se opone a toda guerra
                con Roma. Él sabe. Conoce nuestro poder. No ignora que son los
                pobres, los que envidian a los ricos, quienes no soportan el orden,
                porque no tienen cabida en él. Por eso la han emprendido contra los
                romanos y a la vez contra todos los judíos acomodados, los dueños de
                tiendas y talleres, los grandes sacerdotes, los poderosos. Esta guerra
                que nos están haciendo los sicarios y los zelotes es también una especie
                de guerra servil. Pero los judíos no son bárbaros tracios. Son religiosos.
                Creen en Yahvé, y eso hace aún más violenta su rebelión; despojan y
                degüellan a judíos como ellos, que veneran al mismo dios y como ellos
                esperan al Mesías…


                De repente se interrumpió, dejando en el aire su frase como si
                lamentara haber hablado demasiado, y se dirigió a Tito:


                —Sereno debe entrevistarse con Ben Zacarías. Si algunos judíos nos
                escuchan y se rinden, la victoria nos resultará más cómoda. Pero el
                pueblo judío no los seguirá. Cree que su dios le dará la victoria, aunque





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