Page 31 - Tito - El martirio de los judíos
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Un fuerte grito acalló el canto de los pájaros y de las fuentes. Una joven
                con el cabello y el rostro ocultos por un velo azul cruzó el jardín con
                pasos tan cortos y precipitados que parecía estar corriendo y después se
                detuvo en el borde del estanque, aún alejada de Ben Zacarías, que se
                volvió hacia ella.


                —¡La paz! —gritó ella—. ¡Te atreves a usar esa palabra cuando ya han
                sido masacrados aquí cincuenta mil judíos, en esta ciudad de la que te
                sientes tan orgulloso, en la que dices que te respetan y te escuchan y
                que, según tú, debe su gloria y prosperidad a los judíos! ¿Y cuántos
                miles han muerto en Jerusalén, en Cesarea, en Tiberiades y en
                Antioquía?, ¿cuántos? Conozco el discurso de Agripa, el tuyo: ¿acaso
                morir es gozar de paz?


                Se acercó a Ben Zacarías mientras hablaba.

                —¡Cumple tu destino hasta el final —añadió poniéndose de puntillas—,
                sé como Tiberio Alejandro, un apóstata, un servidor de Roma, su
                esclavo!

                Se alejó y el veloz movimiento de sus pasos hizo flotar su larga túnica y
                su velo.


                Ben Zacarías encogió los hombros como si se hubiese enfriado.

                —Mi hija Leda —murmuró—. Es la otra voz que me habita.


                Suspiró.


                —Leda tiene dieciséis años. Los jóvenes son quienes quieren y hacen la
                guerra. Mueren en ella. Me levanté.


                —Morir luchando no es nada —contesté—. Lo peor es sobrevivir siendo
                presa, esclavo de los vencedores.

                Ben Zacarías me acompañó hasta el vestíbulo; luego, caminando a mi
                lado, recorrimos la larga calle bordeada de palmeras y de laureles que
                dividía el jardín que rodeaba la casa.


                Vi cómo el centurión Paro iba y venía, con las manos en las
                empuñaduras de sus dos espadas, la larga y la corta, mientras
                levantaba con cada paso la arena ocre.


                —Salva a tu hija de los soldados —dije a Ben Zacarías al despedirme de
                él.


                Lo oí caminar detrás de mí, luego me agarró por la muñeca,
                obligándome a detenerme y a mirarlo.







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