Page 35 - Tito - El martirio de los judíos
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dentro del Imperio, si respetan nuestras leyes, a nuestro emperador y a
                nuestros dioses.

                —Seguirán siendo fieles a su dios, Tito —contesté—. He oído cantar a
                los judíos discípulos de Cristo mientras sus cuerpos crucificados ardían.
                La espada no puede nada contra quienes creen en la inmortalidad del
                alma. Mi maestro Séneca decía: «Quien sabe morir ya no puede ser
                esclavo». Los judíos saben morir.


                —¿Así lo crees, Sereno? —dijo Tito—. Pronto lo sabremos.


                Flavio Vespasiano nos estaba esperando en Ptolemais para iniciar la
                guerra.


                A la mañana siguiente nos pusimos en camino para encontrarnos con él.
                Tito había ordenado reunir la legión en el foro del campamento, donde
                todas las tiendas habían sido plegadas, los fosos colmados y a punto de
                ser incendiados, según la norma, para que el emplazamiento no pudiera
                reutilizarse.


                Yo me encontraba al lado de Tito, frente a las cohortes alineadas. El
                tribuno Plácido, de pie a la derecha de Tito, preguntó tres veces a los
                soldados si estaban listos para la guerra. Éstos contestaron con una
                sola voz, alzando el brazo derecho, repitiendo su grito con tal fuerza que
                se me estremeció el cuerpo.

                ¿Qué iban a poder hacer esos jóvenes judíos que tenían la edad de Leda
                frente al ejército de Roma, que me espantaba y del que sin embargo me
                sentía orgulloso?

                Miré a esos legionarios caminar marcando el paso. Llevaban casco,
                coraza, sus dos espadas a ambos lados, la mochila, y además cargaban
                con el escudo y dos lanzas en el calor de ese desierto que separa Egipto
                de la provincia de Judea. Tendríamos que atravesarlo, bordear la costa
                de Samaria, luego entrar en Galilea y llegar hasta Ptolemais, la puerta
                de Fenicia.


                Cada soldado permanecía en su puesto. Jinetes e infantería de élite
                rodeaban a Tito, a cuyo lado cabalgábamos el tribuno Plácido y yo.


                Me admiraba esa fuerza humana sin la cual las potentes ballestas, los
                pesados arietes y las catapultas no pasaban de ser ensamblajes de vigas
                y de cuero.

                Cada legionario era un eficaz engranaje de esa máquina de guerra que
                era una legión. Los jinetes llevaban un machete grande, en la mano una
                lanza, y de un costado de su caballo colgaba oblicuamente un escudo
                alargado. Disponían, en un carcaj lateral, de tres venablos de punta
                ancha, largos como picas. Los soldados iban tan cargados como las
                bestias que seguían a la columna. Además de sus armas y su mochila,
                iban equipados con una sierra, una cesta, una pala y un hacha, sin



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