Page 36 - Tito - El martirio de los judíos
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olvidar la correa, la hoz, una cadena y víveres para tres días.
                Caminaban sin hablar, pero a veces canturreaban, con los labios
                apretados, alguna melopea acompasada al ritmo de sus pasos, y parecía
                el ruido sordo de una inmensa nube de abejones que nada habría podido
                detener y que envolvería, asaltaría y devastaría todo lo que viviera.


                Cuando alcanzamos la frontera de Galilea, más allá del puerto de
                Cesarea, pedí permiso a Tito para acompañar al tribuno Plácido, que
                debía adentrarse en el territorio con un centenar de jinetes para
                asegurarse de que ninguna tropa judía se disponía a atacar a nuestra
                columna mientras se desplazaba.

                Descubrí esa prolífica y fértil Galilea, de suaves ondulaciones. No había
                una pequeña parcela sin cultivar. Por un lado se extendían los pastos,
                por otro las huertas con todo tipo de árboles frutales.

                Llegamos a una región que parecía un vergel sembrado de pueblos y
                ciudades. Teníamos orden de no atacarlos. Ya llegaría el momento,
                había dicho Tito. Sin duda Flavio Vespasiano había establecido un plan
                de campaña al que no procedía adelantarse.

                Pero luego estaban esas aldeas, esos campesinos que trabajaban en sus
                campos junto con sus mujeres e hijos. ¿Quién podía impedir que los
                soldados echaran abajo las puertas, saquearan las casas, se apoderaran
                de las vituallas, se atiborraran de comida y bebida, para acabar
                matando a hombres y niños, violando a las mujeres y dejando sólo vivos
                a quienes fueran lo suficientemente vigorosos, bellos o jóvenes para ser
                vendidos como esclavos?

                Los encadenaban. Debían caminar entre los caballos y correr cuando
                éstos trotaban o galopaban.


                Mataban de un lanzazo a los que tropezaban por falta de aliento o de
                fuerzas en las piernas.


                Me giré. Miré aquellos cuerpos abandonados que representaban la
                huella de nuestro paso.

                Nos reunimos con Tito justo cuando estaba entrando en Ptolemais a la
                cabeza de la legión XV.


                Una multitud de hombres armados se apretujaba para aclamarnos a
                ambos lados de la calle ancha que conducía hasta el puerto y el palacio
                del prefecto de la ciudad, donde se había instalado Flavio Vespasiano.


                Jamás había visto tan hormigueante muchedumbre, ni siquiera en Roma.
                Reconocí las insignias y las águilas de las dos legiones, la V y la X,
                llegadas de Acaya tras haber cruzado el Helesponto y las provincias de
                Asia y de Siria. Las acompañaban veintitrés cohortes y cinco
                escuadrones de caballería. Sus campamentos se hallaban a las afueras
                de la ciudad, y tanto Ptolemais como sus alrededores estaban tomados



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