Page 41 - Tito - El martirio de los judíos
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Vi acercarse al tribuno Plácido, que me hizo una señal para que avisase
                a Tito de que tenía que reincorporarse cuanto antes a su puesto.

                Agarré la muñeca de Tito. Se sobresaltó y me arrolló con el hombro al
                llevarse la mano a la empuñadura de su espada corta. Temí que me
                golpeara con la celeridad, el instinto y la violencia del soldado antes
                siquiera de haberse enterado de quién era y de lo que quería.

                Pero todo ocurrió tan rápidamente que mi descripción no puede
                reproducir el gesto de Berenice, que, descruzando los brazos, apoyó su
                mano sobre el pecho de Tito y le dijo con voz sorda:

                —Ahora es el tiempo de la guerra. ¡Debes vencer y vas a hacerlo, legado
                de Roma!


                Alzó el brazo izquierdo, le mostró las tropas y Tito se percató de que las
                primeras cohortes de la legión XV se estaban acercando. Al fin me miró,
                se fijó en el tribuno Plácido y, tras un instante de vacilación, se inclinó
                ante Berenice:


                —Soy Tito —dijo—, hijo de Flavio Vespasiano. Vamos a restablecer la
                paz en Judea, en Galilea, en tu reino. Vamos a castigar a tu pueblo y a
                someterlo.


                —No los mates a todos, Tito —murmuró Berenice—. Son de mi sangre y
                de mi fe.


                Tito pareció desconcertado; luego bajó del estrado y ocupó su puesto
                entre los jinetes y los infantes de élite de la legión XV.

                Lo seguí y cabalgué a su lado.





                Entramos en Galilea y descubrí el verdadero rostro de la guerra. ¿Quién
                habría podido escuchar a la reina Berenice pidiendo piedad para su
                pueblo?


                Resistía. Nos humillaba.

                Me encontraba junto al tribuno Plácido cuando nos acercamos a la
                ciudad de Jotapata. Parecía una roca y estaba edificada sobre un pico
                rodeado de barrancos tan profundos que ni siquiera se veía el fondo.
                Sólo se podía acceder a la ciudad por la parte norte, pero lo impedía
                una elevada muralla que la circundaba.


                Pero Plácido —y confieso que compartí su sentimiento— estaba
                convencido de que simplemente nos bastaría con aparecer para que los
                judíos de Jotapata se sometieran; y como su ciudad era la más poderosa
                y mejor fortificada de Galilea, y quien se encargaba de su defensa era




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