Page 45 - Tito - El martirio de los judíos
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ciudad. Pues el agua empezaba a escasear en Jotapata, así como los
                víveres.

                Vespasiano tumbó de una patada a esos miserables desertores.


                Ni siquiera se merecían la muerte por la espada, como los soldados.
                ¡Que los dejaran morir de sed y de hambre!

                Se dirigió a sus legados.


                —¡Hay que asfixiar esa ciudad, que reviente como esta gente!


                Dio la orden de rodear Jotapata con dos círculos de infantes y otro de
                jinetes para que ni un solo habitante de la ciudad pudiera salir de ella.


                Mandó disponer cerca de las murallas a los arqueros árabes y a los
                honderos sirios, luego ciento sesenta máquinas de asedio, y a su serial
                las flechas, las piedras, las jabalinas lanzadas por hombres o balistas,
                por las catapultas y los escorpiones, azotaron a los judíos de las
                murallas y aplastaron en las plazas de la ciudad, visibles desde la colina
                norte, a cientos de habitantes congregados para los repartos de agua.

                Hasta nuestras líneas llegaban gritos estridentes de mujeres, que
                penetraban en mi tienda haciendo que me tapara las orejas con las
                manos para no oír, no imaginar.


                Pero asistía y participaba en los combates.

                Porque los judíos no sólo no cedían, ni abrían las puertas de su ciudad,
                sino que lanzaban contraataques, incendiaban las máquinas de asedio,
                extendían sobre las murallas pieles de bueyes recién sacrificados para
                que las piedras resbalaran y cayeran sin derribarlas.


                Prendieron fuego al gigantesco ariete que cientos de soldados llevaban
                a hombros y lanzaban hacia adelante. Se apoderaron de la cabeza del
                ariete y la izaron hasta lo alto de las murallas para desafiarnos.


                Además, vertieron aceite hirviendo sobre los asaltantes, y los
                legionarios temblaban de miedo y de rabia al ver a sus compañeros
                retorcerse de dolor al habérseles metido el aceite debajo de las
                armaduras, royéndoles las carnes.


                Leí en los ojos de Flavio Vespasiano la incertidumbre, y en los de Tito el
                desasosiego, la impaciencia, la cólera.

                ¿No se iba a doblegar jamás esa ciudad?


                Y eso que le escaseaban los víveres y el agua.








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