Page 48 - Tito - El martirio de los judíos
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—Si has mentido —dijo Tito—, haré que te arranquen a trozos la carne y
                la piel hasta que mueras, ¡sufrirás hasta el último momento, y puede que
                esto dure varios días!

                El hombre agachó la cabeza, pidió agua. —Beberás cuando hayamos
                vencido —dijo Tito.

                Al amanecer siguiente nos fuimos aproximando a la muralla.


                Tito fue el primero en llegar arriba, luego le tocó el turno al tribuno
                Plácido.


                Fui el tercero en pisar las murallas de Jotapata. Nos siguieron una
                decena de legionarios. Degollamos a los centinelas dormidos.


                Yo no maté. Otros se me adelantaron, tal era su afán.

                Abrimos las puertas de las murallas y todo el ejército entró en la ciudad.


                ¿Qué culpa les querría hacer expiar el dios de los judíos?


                Pero aquella mañana una espesa niebla, que amortiguaba nuestros
                pasos y cubría las calles y los tejados, parecía querer velar nuestra
                conquista.


                Cuando por fin despertaron los judíos, toda la ciudad estaba tomada.

                La hora de la venganza y de la masacre había llegado.


                Los legionarios, los auxiliares árabes y sirios, los soldados del rey
                Agripa y de la reina Berenice mataron, arrinconaron a los habitantes en
                la ciudad baja, en cuyas callejuelas se fueron agolpando, y, deslizándose
                por la pendiente, acabaron sumergidos y arrastrados por la oleada de
                muerte que corría ciudadela abajo.


                Los soldados judíos de la guardia de Josefo resistieron en una de las
                torres de la ciudad, y luego se rindieron tendiendo su garganta a los
                romanos.


                Otros, que se negaban a ceder, se mataron entre sí para no caer vivos
                en nuestras manos.

                Algunos se adentraron en las cavernas, las cuevas, los subterráneos que
                horadaban el subsuelo de la ciudad.

                Hasta allí los acosaron. Y como un judío mató a un centurión —la única
                víctima romana del asalto—, ya nadie se libró, fuera cual fuera la edad
                de las víctimas.







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