Page 53 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 8




                SUPE nada más mirarlo que Josefo ben Matías no era un hombre
                corriente, uno de esos jefes que, una vez despojados de su poder,
                vencidos, resultan a menudo más comunes que el más vil de los
                esclavos.

                Se acercó a mí con paso firme, el porte altivo, como un soberano que ha
                conservado su autoridad y toda su dignidad.


                Parecía indiferente a las pullas, insultos y amenazas que proferían los
                soldados que se habían reunido alrededor de la cisterna. Algunos
                lanzaban gritos de odio, alzando el puño, recordando la violencia de los
                combates, a sus compañeros achicharrados por el aceite hirviendo, a
                los heridos y los muertos. Querían degollarlo allí mismo, entre las ruinas
                y los cadáveres de los judíos que le habían obedecido. Ahora le tocaba
                morir a su general. Y algunos soldados se burlaban, diciendo que no
                había tenido el valor de suicidarse como los combatientes que se habían
                matado entre sí antes que rendirse.

                Grité la orden que había recibido de Flavio Vespasiano de conducir a
                Josefo ben Matías al campamento. Dejé bien claro que quien le pusiera
                la mano encima sería decapitado.

                Los hombres dejaron de esgrimir el puño o la espada, pero siguieron
                reclamando la muerte para el general judío, y nos escoltaron hasta la
                tienda de Vespasiano.


                Estaba atestada de tribunos, de legados, de centuriones que se
                amontonaban, se empujaban para ver mejor a ese audaz enemigo cuyo
                dios lo había abandonado tras haberlo elegido.


                Yo no le quitaba los ojos de encima.

                Había ordenado que lo encadenaran, pero seguía manteniendo una
                actitud de hombre libre, con la espalda recta y el mentón en alto.


                No me lo había imaginado tan joven, y supuse que Flavio Vespasiano y
                Tito estarían tan sorprendidos como yo. Josefo tenía como mucho
                treinta años. Alto, de rostro anguloso, su cabello largo le caía sobre las
                mejillas, mezclándose con su barba negra.

                A pesar de las cadenas que le trababan las muñecas y los tobillos,
                consiguió cruzar los brazos. Estaba sereno, y no percibí en él el menor
                temor.







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