Page 58 - Tito - El martirio de los judíos
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Pensaba en esos miles de judíos —más de cincuenta mil muertos
                defendiendo las ciudades de Jotapata o de Jafa—, en esas mujeres y esos
                niños abocados a la servidumbre, en aquellos y aquellas que habían sido
                degollados y destripados tras los combates porque un pueblo rebelde
                con Roma tenía que ser castigado.


                Miraba a Berenice tumbada cerca de Tito, a Agripa agasajando a
                Vespasiano y a Cenis.


                No obstante, el rey y la reina eran judíos, lo mismo que Tiberio
                Alejandro, Josefo o Ben Zacarías, pero habían abandonado a su pueblo
                con buenos argumentos, invocando la sabiduría y a su dios.


                ¿Era ése un noble destino?


                A veces sospechaba que Josefo era el más hábil de los mentirosos, el
                más astuto de los adivinos, que para salvar su vida había prometido el
                Imperio a Vespasiano, y ese general bondadoso, embriagado, ofrecía a
                su prisionero ropa y suculentos manjares en vajilla de oro.


                Y cuando los griegos de Cesarea, que odiaban a los judíos, reclamaban
                a Vespasiano la cabeza de Josefo, cuando desfilaban exigiendo que se
                juzgara y crucificara al general de los judíos —y si los romanos se
                negaban a ello, que se lo entregaran a ellos, los griegos—, Vespasiano
                callaba, fingiendo no ver nada, no oír nada.


                Josefo era quien le había revelado su ambición, su destino. Por tanto,
                tenía que vivir.


                En cambio, se podía y debía matar a todos los demás judíos.

                En el puerto de Jope, donde numerosos judíos se habían refugiado
                creyéndose a salvo en sus naves, vi cómo se levantaba el viento del
                norte y quebraba las embarcaciones, mientras nuestros soldados, con
                las armas empuñadas, esperaban en la orilla para matar a aquellos a
                quienes las olas no se hubiesen tragado.


                Pronto el mar quedó teñido de sangre y la costa cubierta de cadáveres.

                A pesar de ello, pocos días después, en el palacio de Cesarea, la reina
                Berenice rozaba con sus velos y su cuerpo a Tito, recién llegado de Jope.


                Éste se quedó poco tiempo en Cesarea, pues su padre le había
                encomendado someter las ciudades de Tariquea y Tiberiades, a orillas
                del lago de Genezaret.


                Los judíos se habían agrupado en la llanura, fuera de las ciudades,
                contando con sus numerosos hombres para aplastar a los seiscientos
                jinetes que rodeaban a Tito.






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