Page 60 - Tito - El martirio de los judíos
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Y vi a Vespasiano caminar entre los prisioneros, elegir él mismo a seis
mil jóvenes robustos. Los destinaba a Nerón: participarían en las obras
de excavación del istmo de Corinto. Ordenó vender a los demás, cerca
de treinta mil, excepto a aquellos procedentes del reino de Agripa.
Éstos se los regaló al rey, que a su vez los mandó vender, según pude
saber.
Pensé en los discípulos de Cristo. Me habían asegurado que, según su fe,
todo hombre, ya fuese judío o ciudadano romano, incluso esclavo,
llevaba dentro de sí una llama sagrada procedente de Dios.
Y Cristo había sido crucificado, al igual que los esclavos rebeldes de
Espartaco.
Luego resucitó, porque hasta el más humilde de los hombres podía ser
salvado.
¿Cómo escapar al horror de la guerra, de la servidumbre, sin creer en
Cristo?
Recé a aquel dios que triunfaba sobre la muerte.
Yo, que llevaba meses caminando entre cadáveres, yo, que había visto la
sangre enrojecer el mar y el lago, necesitaba la esperanza que Cristo
aportaba a los hombres.
Quería creer que todos aquellos cuyos cuerpos martirizados había visto,
siendo su única culpa la de pertenecer a un pueblo vencido, renacerían
algún día.
Cristo era el único que no exigía sacrificio, al contrario que todas esas
divinidades para las cuales se erigían y honraban estatuas en las
ciudades del Imperio, en los campamentos de las legiones.
Delante de él no se podía degollar a ningún hombre, niño o animal. Y,
para ser uno de sus fieles, ya no era necesario cortarse la piel del sexo.
Quien no estuviera circunciso podía rezar a Cristo.
Le pedí que hiciera resucitar a todos los muertos.
Solicité su perdón, pues había participado en esos combates.
Me mantuve por tanto aislado durante varios días, como si tuviera que
expulsar de mi cuerpo todo lo que había visto y hecho en Jotapata, en
Tariquea, en Tiberiades.
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