Page 59 - Tito - El martirio de los judíos
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Yo estaba entre ellos y vi ante mí, a escasa distancia, esa marea de
hombres armados que avanzaban gritando hacia nosotros. Entonces
Tito se encaramó a una roca y se dirigió a nosotros:
—Romanos, pues es justo que empiece mi discurso recordándoos
vuestra estirpe para que sepáis quiénes sois y contra quiénes vamos a
combatir. Hasta la fecha de hoy, nada en el mundo entero ha podido
escapar a nuestro brazo; sin embargo, hay que reconocer que los judíos
todavía no se han cansado de que los venzamos… ¡Mirad —señaló la
multitud a lo lejos— lo numerosos que son! Pero es el valor, y no el
número, el que gana guerras, incluso con efectivos limitados… Los
judíos luchan por su libertad y su patria, pero ¿qué hay más importante
para nosotros que la gloria y la voluntad?
A medida que él hablaba, yo también sentía el estremecimiento de los
demás jinetes, y acabamos lanzándonos todos a la lucha atropellando a
los judíos. Cuando toda la llanura quedó cubierta de muertos, los
supervivientes se dispersaron y huyeron hacia la ciudad.
Entonces Tito gritó:
—¡Es el momento! Ya que la divinidad nos entrega a los judíos, ¿a qué
estamos esperando, compañeros de armas? ¡Aceptad la victoria que se
os ofrece!
Y se lanzó hacia la muralla, la rodeó, metiéndose en el lago, y lo
seguimos hasta la ciudad de Tiberíades; aquello fue una matanza.
Los que se habían librado de morir alcanzaron unas embarcaciones y se
alejaron de las orillas del lago.
Pero Tito —y luego Vespasiano, quien nos había alcanzado— mandó
construir unas balsas en las que se subieron nuestros legionarios. Y
pronto el lago también quedó rojo de sangre y cubierto de cadáveres.
Yo había dejado de participar en la acción. Ya no me embargaba la
ebriedad del combate y de la sangre.
Veía todo ese rojo, esos cuerpos. Pensaba en el palacio de Agripa y
Berenice, en el oro y las cortinas de seda, en las alfombras, en los
suntuosos banquetes, en las mujeres ofreciéndose. En Berenice, con la
que Tito iba a encontrarse.
Sentía náuseas, como si hubiera bebido demasiado.
Y me avergoncé cuando oí a Vespasiano ordenar que ejecutaran a los
ancianos y a los inútiles para la guerra.
Oía los gritos de los que estaban degollando.
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