Page 54 - Tito - El martirio de los judíos
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Ese hombre no había elegido rendirse por cobardía. La mujer que lo
                había entregado no había entendido sus motivos, sus ambiciones.

                Yo creí en su sinceridad cuando me dijo, en el momento en que, junto a
                la cisterna, los soldados lo encadenaron por orden mía: «No traiciono a
                mi pueblo, lo sirvo conservando la vida y obedeciendo a Dios».

                Repetí a media voz esas palabras a Tito y supe que compartía mi
                sentimiento, que sentía estima y compasión por ese hombre tan joven
                como él, que había sido elegido por su pueblo, luchado con heroísmo, y
                que, al darle la espalda la Fortuna y el misterioso designio de los dioses,
                se había convertido en un hombre vencido y encadenado pero que
                soportaba la prueba con dignidad. Leí esos mismos sentimientos en los
                rostros de los oficiales que se apretujaban en la tienda de Flavio
                Vespasiano.

                En cuanto a los soldados, seguían reclamando la muerte para el general
                judío por las calles del campamento y en el foro.


                Flavio Vespasiano vacilaba. Tito se acercó a su padre y le habló largo y
                tendido. Vespasiano lo escuchó, y, de repente, dando un paso hacia
                Josefo, que seguía sin agachar la cabeza, declaró:


                —Has luchado contra Roma. Ésta te ha vencido, pues siempre ha
                triunfado sobre sus enemigos. Tu ciudad ha quedado destruida, sus
                habitantes castigados. Tú, que has sido el general de este pueblo llevado
                por su locura a rebelarse, eres el prisionero de Roma, y como prueba de
                mi victoria te enviaré a nuestro emperador Nerón.

                Vi cómo Josefo ben Matías se sobresaltaba.


                —Quiero hablar a solas contigo —dijo.


                Vespasiano ordenó con un gesto a los oficiales que evacuaran su tienda
                y se volvió hacia Tito y hacia mí para decirnos que nos quedáramos
                junto a él.


                Observé a Josefo ben Matías mientras agradecía a Flavio Vespasiano
                que hubiera accedido a su petición. Se expresaba con aplomo, como si
                no lo sorprendiera la respuesta de Vespasiano, como si no fuera un
                vencido encadenado, sino el embajador de un gran pueblo que hasta
                Roma debía respetar.

                No obstante, supe antes de que prosiguiera que no hablaba como
                enviado de un imperio de este mundo, sino como representante de su
                dios.


                —Tú, Flavio Vespasiano —prosiguió—, crees tener en mi persona a un
                prisionero de guerra sin más. Pero, en realidad, vengo a ti como
                mensajero portador de grandes noticias.




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