Page 50 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 7




                ESTUVE mirando rostros de cadáveres durante tres días sin dar con el
                de Josefo ben Matías.


                Estaba conmocionado por la visión de esos cuerpos sobre los que me
                había inclinado.

                Había visto el hormigueo de las moscas verdinegras sobre las gargantas
                seccionadas, los cráneos abiertos, las mujeres destripadas, los pechos
                hundidos de los ancianos sorprendidos mientras dormían.

                Sentía que la muerte era una peste contagiosa.


                Regresaba al campamento completamente asqueado de los hombres, ya
                fuesen judíos, árabes, sirios o ciudadanos de Roma.

                Soñaba con retirarme a mi villa de Capua, la misma donde acabó sus
                días mi antepasado Gayo Fusco Salinator.


                Necesitaba soledad. Pensaba en Séneca, que había vivido en el desierto;
                en esos judíos llamados esenios que habitaban recluidos en cuevas,
                envueltos en el silencio y la meditación; en esos discípulos de Cristo que
                también sabían aislarse para orar.

                Pero Vespasiano exigía que lo tuviera informado de mis pesquisas.


                Refunfuñó al enterarse de que habían sido en vano. Explicaba una y otra
                vez a los tribunos, a los legados, a Tito, que quería mostrar el cuerpo de
                Josefo, muerto o cargado de cadenas, a los judíos de Jerusalén. Los
                desertores judíos y los espías aseguraban que el prestigio de Josefo era
                inmenso y que la resistencia que había organizado en Jotapata lo había
                acrecentado. Su fallecimiento o su captura llevaría a los judíos a
                capitular, y así se evitaría tener que batallar por Jerusalén, esa ciudad
                sagrada, fortificada, que sólo se podría tomar tras un largo asedio y
                duros combates.


                —¡Quiero a Josefo! —repetía Vespasiano vuelto hacia mí—. ¡Remueve la
                tierra, explora las cuevas, los subterráneos! No ha podido huir de
                Jotapata, y ningún dios se lo ha llevado por los aires. ¡Encuéntralo!


                Al cuarto día, en las ruinas de la ciudad, cerca de la fortaleza, vi
                avanzar hacia mí a dos legionarios que conducían a empellones a una
                mujer cuyo pelo era tan largo que le cubría el pecho.









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